Mis gatos: Gurri, que lo fue, y Peluchi, que lo es.

domingo, 16 de agosto de 2009

Camino francés: duodécima etapa

16/7/06

Ahora sé cual es el secreto que esconde la mujer, de ¿50 años?, a la que me refería ayer. Se llama Tefesia. Como dije, anoche cenamos juntos: el grupo de Marcelino y algún que otro, como yo, que se agregó a última hora invitado por él. La mujer “vieja joven”, que no joven vieja, que es muy diferente, tiene, por lo que pude deducir de las pocas, pero suficientes, palabras que intercambiamos en la cena de anoche, tiene, como decía, un complejo de inferioridad que no lo puede disimular, aunque intente compensarlo con su ir por la vida como una jovencita. Su complejo le viene del hecho de no tener ninguna titulación académica y ni siquiera profesional, como ella misma confiesa. Es lo primero que me comenta al saber que también soy maestro. Ahora se explica su comportamiento, pretendidamente juvenil y de buen rollo, como se dice hoy. Por lo demás agradecer a Marcelino su invitación. Quise comprobar su sinceridad al invitarme haciéndome el remolón a la hora de ir a la mesa. Cuando ya estaba todo el mundo en su sitio, vino a buscarme al patio donde me encontraba leyendo.

En la mesa estaban las siguientes personas: Marcelino, el homenajeado, maestro catalán; el cocinero, valenciano, y otro valenciano amigo suyo; los tres jóvenes polacos que hablan castellano; la aludida Tefesia y su amiga Mamen, la psicóloga; un gallego de pelo y tez morena, profesor de FP, gran hablador, por lo mucho que lo practica; Moliver, un joven y rubio teutón, con barbas y pelo largo, al estilo hippie; Liego, un asturiano de largas piernas y grandes pies, mi compañero de habitación, responsable primero de mi estado actual: gran cansancio y un sueño enorme, pues se acostó a las doce y se levantó a las cuatro, y aunque procuró molestar lo menos posible y marchó rápidamente, ya no pude conciliar de nuevo el sueño. El resto de los comensales continuó su fiesta particular hasta después de media noche con lo que más de uno se dormiría tarde aquella noche. Por mi parte, me fui a la cama a las diez y media, hora en que las hospitaleras abandonaron el albergue. Creí que era suficiente fiesta y aunque le estuve dando vueltas, no fui capaz de decirles, de alguna manera, que ya estaba bien y que debíamos respetar el descanso del resto de peregrinos. Las chicas polacas también se acostaron detrás de mi. Quedaron, pues, los del grupo de Marcelino, por llamarle de alguna manera, grupo que se formó espontáneamente en las primeras etapas del camino y al cual se han ido añadiendo unos y despareciendo otros. ¿Son estos los turigrinos a los que se refería J.M. Maldonado, en su romance? Creo que sí o, cuando menos, se comportaron como tales. Como que no me podía dormir después de que abandonó la habitación mi joven compañero, decidí prepararme y salir temprano. Así, a las cinco, ya estaba dispuesto para partir. Sin embargo, alguien se me adelantó, dos jovencitas italianas, Francesca y Paola, que salieron unos minutos antes que yo. Ya en las calles del pueblo, con la oscuridad total de la noche, veo a media distancia una luz de linterna que parece encaminarse hacia mi. Poco más tarde, distingo las figuras difuminadas de las dos italianas que acababan de salir hacía cinco minutos. Les pregunto que dónde van y me contestan que no encuentran las flechas amarillas. Decidimos, sin decirlo, ir los tres juntos y retomaron conmigo el camino. Efectivamente, no se veían las marcas del camino y tanto es así que nos plantamos, sin quererlo, en la carretera N-120 que lleva a Burgos. Seguimos por ella un buen rato hasta que finalmente, cuando empezaba a amanecer, reencontramos el camino y seguimos por él. Continuamos juntos un buen tramo de la etapa e intercambiamos algunas palabras. Paola no cesaba de hablar mientras su compañera, Francesca, se limitaba a asentir acerca de los comentarios que hacía su amiga y a lo sumo, cuando la dejaba, intercalaba algunas palabras o frases hechas.

Así llegamos a Cirueña, pequeño pueblecito que está siendo devorado por una urbanización que está creciendo junto a un campo de golf que hay en su término. Grandes anuncios invitan al visitante a comprarse una vivienda para el fin de semana y/o las vacaciones. Mis compañeras se quedan en el pueblo, atraídas, seguramente, por un rudimentario cartel que anuncia que el bar se abre a las ocho, y sólo faltan unos minutos para que sea esa hora. Me espera un largo camino con un buen tramo en cuesta arriba hasta St. Domingo de la Calzada, donde decido parar para reponer fuerzas. Un buen bocadillo de tortilla y una oración a San Miguel me esperan. Cuando llego al bar, compruebo que no pueden hacer bocadillos ya que no les ha llegado todavía el pan. Me conformo con un zumo de naranja natural, una pasta y un café con leche descafeinado. Lo devoro todo, descanso unos minutos y me dirijo a la catedral para visitarla. Dejo la mochila junto a la puerta, como buen peregrino que soy. Un cartel avisa que se respete la liturgia cuando la haya. Entreabro la puerta y veo y oigo a la gente que llena el templo. Espero fuera a que acabe la misa. Es domingo. Aprovecho para descalzarme. Cuando acaba la liturgia dominical empiezan a salir los numerosos lugareños, sobre todo mujeres, personas mayores en general. Entramos los peregrinos que nos habíamos acumulado allí. Me siento en uno de los bancos posteriores, desde donde veo toda la catedral. Al cabo de unos minutos, como siempre hago en los templos que visito, cierro los ojos y me concentro en la meditación durante unos minutos, si es que los turigrinos, que se distinguen porque entran con la mochila a la espalda, me lo permiten. Por suerte, su visita es breve: entran, hacen fotos si está permitido, y si no también, dan una rápida vuelta por las naves del templo y lo abandonan enseguida. Pronto me encuentro casi solo. Allí mismo decido cambiar mi destino de hoy y seguir hasta el siguiente albergue localizado en Grañón, el último pueblo de la Rioja antes de entrar en Castilla por tierras burgalesas. Esto me hace recordar que he de llamar a Ana Briongos, mi compañera de escuela, que debe andar ya de vacaciones por alguno de los pueblos de la provincia de Burgos y cuyo nombre no acierto a recordar. Quedamos, en la comida de despedida del curso, en vernos en el camino cuando llegase a Burgos.

Por lo demás, el camino hasta llegar a Grañón se me hizo largo y pesado, unos seis Km.. De nuevo me encuentro a las chicas italianas de esta mañana que me adelantaron cuando yo recuperaba el resuello en unas de las escasísimas sombras del camino de hoy.

En Grañón he de esperar una hora hasta que abren el albergue, anexo a la parroquia. No hay que pagar nada y, en todo caso, hay una caja donde los peregrinos podemos dejar algo de dinero si así lo deseamos, cosa que yo hago de inmediato. Uno de los tres hospitaleros nos dice las normas del albergue y, en resumen, deduzco que la primera norma es que no hay normas y que se confía en la autenticidad del peregrino que allí se aloja para que todo transcurra felizmente. Al llegar la noche, ellos preparan una cena colectiva y enseguida hay quien se apunta a ayudar. Unos mondan patatas, otros hacen una ensalada, otros preparan un estofado de lentejas, otros cortan los melones en tajadas, otros preparamos la mesa y finalmente, después de cenar, otros retiran la mesa y friegan los platos. Todo en comunidad, atendiendo a lo que los hospitaleros creen que era el espíritu original del camino, de los albergues y de los peregrinos, siglos atrás. Todos nos sentimos muy a gusto en la mesa y comimos abundantemente aunque éramos 40 personas. Uno de los hospitaleros se mantuvo durante toda la cena atendiendo la mesa, cual si de un camarero profesional se tratara. Alguien bendijo la mesa en un castellano con marcado acento extranjero. Uno de los hospitaleros, el inglés, me dice que este albergue, como voy teniendo la oportunidad de ir comprobando, es diferente a la mayoría de los que he visitado y así se lo confirmo yo. Al parecer hay dos albergues más en el resto del camino que son del estilo de éste. Se duerme en colchonetas extendidas en el suelo de una sala, en un nivel superior al comedor donde estamos. Aquí, me reencuentro con una peregrina, compañera de etapas anteriores, que también resulta ser maestra, de Logroño, que está acompañada por otra maestra de Cádiz.

Por la tarde, estuvimos en el campanario de la iglesia. No subía a un campanario desde mis tiempos de niñez y me hizo ilusión. Al poco de estar allí, sonaron los cuartos de las seis y media y el susto fue mayúsculo para los que nos encontrábamos allí. Cuando bajé al salón comedor el hospitalero le estaba diciendo a una peregrina que si sigue hasta Santiago no deje de ir al albergue de Bercianos del Real Camino, en la provincia de León, que es un albergue también diferente; es para verlo y vivirlo, comenta el hospitalero, y la peregrina tomó nota de ello.

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