Mis gatos: Gurri, que lo fue, y Peluchi, que lo es.

sábado, 15 de agosto de 2009

Camino francés: undécima etapa

15/7/06


Hoy nos han despertado a las seis con música clásica, Bach, concretamente. Ha sido una manera agradable de despertar, al menos para mi, aunque hay a quien no le gusta. Es el primer día en que nadie me despierta con ruido de bolsas de plástico, de cremalleras, de mochilas... Parece que es la única manera de respetarnos los unos a los otros ya que hay peregrinos que prefieren descansar más tiempo y no levantarse tan temprano. Según el hospitalero, que lleva muchos años en albergues, finalmente ha tenido que acudir a la imposición como forma de respeto entre peregrinos. Como en todo en la vida estos métodos tienen partidarios y detractores. Lo suyo sería que todos practicásemos el respeto mutuo. Pero en muchas ocasiones esto no es así. Y, por lo tanto, dice Ángel, el hospitalero, con normas muy estrictas es la única manera de velar por los intereses de la mayoría, que son los que se acuestan temprano porque tienen que madrugar al día siguiente y ese temprano son las seis de la mañana. No hay que exagerar, con esa hora hay más que suficiente para no coger las horas de pleno sol. Tampoco se puede permitir que haya gente que se levante antes, pues se molesta al resto.

Después de preparar la mochila bajo a desayunar. El precio del albergue, 9,50 euros, lo incluye. Prácticamente, está al completo la mesa y ocupo unos de los tres sitios aún libres. El desayuno consta de zumos, pan, galletas, mermelada, mantequilla, café y leche. No está mal, pienso, aunque preferiría algo más contundente como por ejemplo “pa amb tomàquet i embotits”.

A las seis y media estaba ya en camino. He salido solo y la verdad es que no me molesta la soledad como ya he dicho en ocasión anterior. Puedo reflexionar y meditar en voz alta. Nadie va a pensar que no estoy muy cuerdo, ya que nadie me va a oír. He pasado por Nájera, villa que bien merece quedarse un día, pero ya la conocía, de manera que continué hasta aquí, donde ahora estoy, en Azofra. Después de almorzar en Nájera, esperé hasta que abrieron las tiendas a las diez, busqué una tienda de deportes y me compré un gorro -el que traía lo perdí- y una felpa para la cabeza -sudo mucho y el sudor me escuece en los ojos- El camino se empina y estreno la felpa que enseguida se empapa de sudor, aunque impide que penetre en los ojos. Después, todo es monotonía hasta Azofra: viñas, más viñas y escasísimos árboles. A las 11,15 estoy en Azofra. El sol empieza a calentar. Los lugareños con los que me encuentro hablan todos del calor que hace estos días y de la falta de lluvia.

El albergue, nuevo, casi a estrenar, pues solo tiene 3 años, está cerrado, como casi siempre, pero la puerta de acceso al patio está entreabierta para que los peregrinos tempraneros como yo puedan descansar a la sombra. Se agradece el detalle, la verdad. Hay tres jóvenes extranjeros, dos chicas y el que parece ser novio de una de ellas. Deben rondar los 18 años. Los conozca de hace algunos días. Venimos coincidiendo últimamente. Les saludo y me siento a descansar. Intento deducir de donde son escuchando su habla. Deduzco que son de algún país de Europa del este. Decido preguntarles aunque no se si me van a entender. Cual es mi sorpresa cuando compruebo que me responden, en correcto castellano, que son de Polonia. Les pregunto que cuál es la razón de que hablen tan bien el castellano y me responden que han estudiado en un instituto bilingüe: Lengua y Literatura españolas, historia y geografía de España, en nuestra lengua. Me parece increíble. Una de las chicas, la de aspecto más eslavo, extiende su esterilla en el suelo y se pone a tomar el sol. La otra la imita. Pronto se percatan que el sol en España calienta mucho, sobre todo en verano, y se retiran a la sombra. Es mediodía y empiezan a verse nubes de tormenta en el horizonte. Sin embargo, a estas horas de la tarde en que escribo este diario, las nubes amenazadoras se han disipado y el cielo se ha cubierto con nubes medias que no provocaran lluvia, al menos de momento.

El albergue es de lujo. Quiero decir que es el único, en lo que llevamos de camino, que tiene habitaciones separadas, con dos personas por habitación, sin literas, con espacio suficiente. De momento, he estado un buen rato sin compañero de habitación, con lo cual me he hecho la ilusión de que me quedaré solo toda la noche y que podré descansar a mis anchas. Pero ha sido sólo eso, una ilusión. Finalmente, el albergue se llena y colocan a un joven alto y espigado junto a mi. Para más inri, mi compañero me pregunta si yo me levanto muy temprano. En principio pienso que lo dice porque quiere descansar hasta tarde pero resulta ser justamente lo contrario: pretende madrugar y levantarse a las cuatro ya que hace etapas muy largas -más de treinta Km. diarios y necesita salir muy temprano. Se disculpa y dice que se lo ha dicho a la hospitalera antes de que le asignara cama aunque no le ha hecho caso. Después de comer en el restaurante cercano voy a lavar la ropa y me encuentro con Marcelino -el maestro de Sant Boi- y su grupo, que acaban de llegar. Le saludo y le pregunto por su tobillo, que no tenía bien. -Está bien-, me contesta, -después de haberme quedado descansado en Navarrete-, un pueblo que queda atrás. A su vez, me pregunta por mi tendinitis. Le digo que ha desaparecido y quedamos en vernos luego. Tiendo la ropa y me dirijo a mi habitación, dispuesto a dormir la siesta. Sin embargo, se me hace del todo imposible, ya que al abrir la puerta y la ventana para que entre el fresco, se oyen todas las conversaciones de otros peregrinos que deciden no descansar, con lo cual tampoco dejan dormir a los demás. Es precisamente el grupo de Marcelino el que más se oye. Me levanto y abandono la habitación. Tomo el bloc donde escribo este diario y salgo al patio en busca de una sombra. Hay otros peregrinos allí y gente que entra y sale, sale y entra, inquietos, como si no supieran que hacer. Sentada bajo una sombrilla, al lado de la mía, hay una mujer de unos cuarenta años hablando con un chico unos diez años más joven que ella. Son del grupo del maestro. Al parecer, por lo que he podido oír, -sin poderlo evitar, claro está- la mujer se ha percatado de un supuesto “mal rollo” entre el chico y otra chica del grupo, que podría ser su pareja. Él la escucha con atención y ella no para de darle consejos y, de vez en cuando, aprovecha para contarle su vida y milagros, juntamente con los de su hija, que tantos problemas le está dando ya que no tiene novio a sus dieciocho años y sus amigas sí. Se diría que es una psicóloga, en plena sesión de terapia, que aprovecha a su cliente para descargar en él sus propios problemas. El chico, obediente, se dispone a hacer los deberes que su psicóloga particular le ha encomendado y en cuanto aparece su chica marcha con ella a solas. En esto, veo a Marcelino de nuevo y me dice que hoy es su cumpleaños, treinta, y que me invita a cenar esta noche con todos los de su variopinto grupo. Acepto la invitación aunque pienso en lo que podrá dar de si la reunión.

He venido observando durante todo el camino, aunque es la primera vez que lo comento, que la mayoría de los peregrinos parece que intentan dar la impresión de ser gente de “buen rollo”, y abundan los psicólogos y filósofos de la vida. Entre estos, la psicóloga antes aludida y una amiga suya de unos cincuenta años que anda comportándose como si de una joven de hoy se tratase y, para ello, lo mejor es adoptar un vocabulario y una gesticulación, al expresarse, adecuada al caso. Aquí la tengo ahora, delante de mi, a escasos metros, tendiendo su ropa, demostrando cuan joven es, aunque las apariencias no lo confirmen, a base de golpes de cabeza, a izquierda, a derecha, repetitivos, tal y como haría una jovencita para hacerse ver. Me mira y pone cara de estar pensando que quién será este bicho raro que lleva cerca de dos horas escribiendo mientras ella y alguno de sus compañeros de grupo ha entrado y salido del albergue mil veces, no ha dejado de gritar cuando habla o no logra, o no quiere, aquietarse un ratito, solo un ratito, y sentarse a hablar sin gritos, sin aspavientos, ¡no sea que se encuentre consigo misma y no sepa que hacer! Lo que no sabe ella es que esta noche cenaremos juntos. Pero esa historia la contaré mañana.

viernes, 14 de agosto de 2009

Camino francés: décima etapa

14/7/06

Y el milagro se obró. He comenzado a caminar sin dolor, por fin sin dolor. Por momentos me he sentido eufórico y agradecido. Agradecido a no se qué. Agradecido a no se quién. Gracias a quien sea o a lo que sea por permitirme o ayudarme a seguir el camino. A veces, durante los monótonos tramos del trayecto, aflojaba el ritmo que me marcaba el cuerpo, temeroso de recaer en la tendinitis de nuevo. Pero, afortunadamente, no ha sido así y aquí estoy en un acogedor, fresco y agradable albergue en Ventosa, Rioja. Se llama albergue de San Saturnino y aquí hace tres años estuvo Paulo Coelho -hay una foto suya en el vestíbulo del albergue con los hospitaleros. He llegado a las 11,20, el primero, y esperado hasta las 12,30 para entrar. Ángel, el hospitalero, me ha visto al salir a tirar la basura y me ha dicho que espere ya que está haciendo las faenas necesarias para acondicionar el albergue tras la marcha de los peregrinos esta mañana. Cuando por fin abre me explica las normas del albergue que él aplica con rigidez: nadie saldrá del albergue antes de las seis y habrá silencio total a las diez de la noche. Charlamos de esto y de lo otro, siempre centrándonos en el tema del camino, me inscribe, me pone el sello en la credencial y me enseña las instalaciones. Elijo cama, me ducho, ordeno mis cosas y me voy a lavar la ropa. Me encuentro en el lavadero a otro peregrino que resulta ser profesor de secundaria en St. Cugat. Son dos compañeros, el otro también profesor y les acompaña un francés desde Viana. Comentamos que hay muchos maestros y profesores en el camino. Será por las vacaciones. Será. Hoy mismo he conocido a dos maestros más, uno de St.Cugat, maestro de infantil, joven, y otro de Cerdanyola. Además, me explica el profesor de St. Cugat con el que hablo en el lavadero, en Logroño se ha quedado un grupo de maestras, todas del mismo colegio de Solsona que habían venido a hacer algunas etapas del camino.

Estoy repasando el libro del peregrino, un libro en blanco en el cual escriben sus impresiones aquellos peregrinos que así lo desean, además hay notas de agradecimiento para los hospitaleros/as. Encuentro peregrinos de todas partes, de todos los continentes: Hungría, Japón, China, Bielorrusia, Italia, Nueva Zelanda, Alemania, Bélgica, Francia, Brasil, Islandia, Sudáfrica, Holanda, Eslovenia, USA, Irlanda, Canadá, Argentina... ¿Se puede pedir mayor diversidad? Entre los extranjeros, los primeros son los franceses. Algunos, se diría, creen que es su camino. Y en verdad, se llama camino francés. Entre los españoles, catalanes, madrileños y andaluces, en ese orden. Por profesiones, los más numerosos son los técnicos ??? y los segundos los profesores. Son datos estadísticos sobre los peregrinos en el camino de Santiago, que alguien se ha encargado de recoger, y pertenecen al año pasado. Sin embargo, no encuentro ninguna estadística sobre el número de peregrinos que hacen entero el camino y llegan a Santiago. Por lo que he podido saber en mis conversaciones con otros peregrinos, son muchos los que haces algunas etapas, algunos tramos más o menos largos y, menos, los que hacen el camino completo. Entre los caminantes del camino hay que distinguir dos tipos: los que vienen con un auténtico espíritu de peregrino y así se les llama: peregrinos; y los que son una mezcla de turista y peregrino y se les puede llamar “turigrinos”, tal como se dice en un romance escrito por un peregrino sevillano llamado José Mª Maldonado dedicado precisamente al turigrino,que está colgado en el tablón del albergue. Al parecer, según reza ese romance los españoles son los primeros entre los turigrinos y son catalogados como auténtica plaga, sobre todo en Agosto.

jueves, 13 de agosto de 2009

Camino francés: novena etapa

13/7/06

Estoy tomando un cortado descafeinado en la cocina-comedor del albergue, cuando veo a Adriano que ya está listo para partir. Son las 7,30. Él se toma un café con leche. Compartimos los últimos momentos de este breve encuentro. Unos minutos antes de las ocho partimos hacia la estación de autobuses. Yo lo acompaño. Hoy me toca descanso. Cerca de la estación hay una oficina de correos donde enviaré un paquete para deshacerme de algo de peso. En total 1,5 kilos. Mientras caminamos le comento a Adriano que por estas calles no hacía mucho que paseaba yo, durante unas vacaciones de semana santa con mi mujer, ajeno a lo que se avecinaba. Le digo que lo recuerdo con alegría y que estoy extrañado de no estar especialmente apenado por ello. Son mis vivencias con ella y formarán parte de mi durante el resto de mi vida y ... quién sabe si más allá. El me manifiesta su incomprensión sobre el triste final de nuestra relación tras 25 años y yo intento explicárselo, aunque no me resulta fácil, por mi falta de vocabulario italiano y su comprensión limitada del “spagnolo”, como dice él, cuando se trata de profundizar en un tema.

Adriano, que va ya por su quinta mujer, me dice que quiere que Estefanía, su actual mujer, desde hace algo más de un año, sea la última. Ya no quiere más divorcios. Estefanía tiene 40 años y él 53 y desea que esta sea su última y definitiva mujer.

Desayunamos en una cafetería camino de la estación. Llegamos a tiempo para ver el penúltimo encierro de los Sanfermines. A Adriano no le gustan las corridas, le parece una salvajada, como a mi. Sin embargo, a mi me encantan los encierros. Adriano no ha visto nunca una corrida en vivo. Le parece ver en ello la larga sombra del fascismo. Yo le digo que las corridas existen desde mucho antes. Dice que alguna vez ha de ver al menos una. No obstante, mira el encierro de hoy con interés. Ya en la sala de espera de la estación yo me pongo a leer La Vanguardia mientras Adriano se dedica a observar a la gente que entra y sale. Como todo buen novelista es un gran observador. Como dice él, es un brujo. Un brujo con las personas, a las cuales cala enseguida y un brujo con el tiempo meteorológico, en su tierra, claro, del cual, dice, que no se le escapa una predicción de lluvia. Como buen observador que es, se explica así esas cualidades que dice tener. A las personas se les puede captar su personalidad, su forma de ser, por los detalles que todos, en mayor o menor medida, manifestamos con nuestro comportamiento, con lo que decimos, con lo que no decimos, con nuestras acciones y con nuestras omisiones. Sólo hay que estar atento y ser un buen observador.

Llegó la hora de partir para Adriano. La segunda despedida y, esta vez, la definitiva. Le acompaño hasta su autobús. Nos abrazamos. Intercambiamos los últimos deseos. Que te vaya bien, le digo yo. Buen camino, me desea él. Me cede su bastón, hecho de una vara de castaño de su tierra, la Liguria italiana. Lo acepto con agrado. Sube a su autobús. La última mirada. El último adiós. Me dirijo hacia la oficina de correos Sigo pensando que volveremos a vernos.

Para el resto de mi camino me queda su bastón. Para la vida sus ideas, sus opiniones, su recuerdo. Me viene a la memoria ahora, su escepticismo o, tal como corrigió él, su agnosticismo por lo que respecta a lo religioso y espiritual. La conversación, al respecto, se desarrolló a partir de la pregunta que Adriano me hizo sobre qué era lo que esperaba yo del camino y yo le contesté que si bien no soy nada religioso sí creo en la espiritualidad del ser humano, que le acompaña desde que el hombre es hombre. Le explico mi concepto de Dios como la fuente de energía universal que está en el origen de todo lo que existe, ha existido y existirá, energía que se manifiesta de una y mil maneras diferentes. Él me contesta lo que intento transcribir entre italiano y castellano: “Io ti manifesto el mio respeto per la tua creença, eso es fe, nada más. Y sobre fe no n'ha que parlare, Pepe”

Me sorprendió el primer día que me llamó Pepe, con su acento italiano, aunque él dice que no habla italiano sino un dialecto del mismo, el que se habla en su patria pequeña: la Liguria. De hecho, me confirma, en Italia se hablan muchos dialectos del italiano, incluso él tiene dificultades para comprender correctamente el italiano de la zona de Nápoles, por ejemplo.

Me gustó que me llamase Pepe. Sólo me llaman así mi familia y mis amigos.

De vuelta al albergue, tras pasear un buen rato por las calles de Logroño, me siento en el patio. En el centro hay un pequeño estanque con un surtidor. Una joven extranjera, lo deduzco por su habla inglesa, aunque por su aspecto moreno bien podría ser una española, está sentada al borde del surtidor e introduce sus pies en el estanque. Parece que está fría, por los gestos que hace. Enseguida dos jóvenes más, éstos, españoles, secundan su acción y hacen lo mismo. Pronto se añade un tercer joven de aspecto norteamericano. Todo era previsible desde mi posición de observador: un pastel y tres moscardones que acuden a su reclamo. Ella infla su ego y adopta posturas aún más llamativas. Finalmente, los moscardones parecen decepcionados porque el pastel sólo pretende llamar la atención para que se fijen en él. Uno de los moscardones, el que parece más espabilado, es el primero en darse cuenta y se queja, cuando se retira, con la expresión: “¡Mujeres!. Recuerdo ahora mis años mozos en el instituto, en que yo era uno de los moscardones, víctima también, de las estrategias atrayentes de alguna que otra joven, afortunada en su aspecto físico, aunque con un interior más bien mediocre. Es lo que tocaba hacer entonces.

Camino francés: octava etapa

12/7/06

Ayer no pude escribir. La etapa fue larga para las condiciones en que me encontraba. Pero no había alternativa: o me quedaba muy cerca de Viana, de donde salí, o me venía hasta aquí. Llegamos a eso de las doce a Viana, siguiendo la carretera, pues tanto para Adriano, como para mí, la carretera era mejor camino. En total unos 20 Km. desde Los Arcos a Viana, en la última etapa que transcurría totalmente por Navarra. Salimos muy temprano. Aún no había amanecido y la luz crepuscular era tan tenue todavía que no nos permitía ver las flechas. Estuvimos en un tris de habernos perdido, lo cual supone siempre andar más Km. de la cuenta. Por suerte no fue así. ¡No estábamos para hacer ni un km de más, precisamente! El paisaje sigue siendo de cereales y viña.

Al llegar al albergue, que estaba abierto, tomamos posesión de nuestras literas, apiladas hasta tres pisos, con lo cual la sensación de agobio por falta de espacio fue mayor que nunca. Tuvieron la delicadeza de darnos, tanto a Adriano como a mi, las literas de abajo. Luego supimos que lo hacen según la edad. Siempre, las de arriba para los más jóvenes. Poco a poco el goteo de peregrinos fue incesante y finalmente se llenó. Nos duchamos y una vez bien aposentados nos fuimos a “echar un rezo” a Santa Clara o a San Miguel, santos estos que a mediodía son muy milagrosos: tienen la capacidad de transformar el sofoco del camino en una agradable sensación de relajación, alegría, frescor... Pero antes, Adriano tenía que cumplir una promesa que le hizo a un amigo suyo de poner una vela en una iglesia del camino por la muerte de algún conocido suyo, cosa que hizo en la iglesia de Sta. María de Viana, aunque él manifiesta no ser creyente. Luego nos sentamos en la Rua Mayor de Viana, en la terraza de un bar donde rezamos ambos a San Miguel acompañado de un “panino”, como llama Adriano a un bocadillo pequeño. Una vez acabada la oración, Adriano propuso repetirla, cosa que hicimos gustosos.

Adriano no dejaba de asombrarse por el mal estado en que se encontraban muchas iglesias que habíamos visto por el camino: pensaba que tan hermoso patrimonio había que protegerlo más de lo que se hacía. Hablábamos de todo pero nunca podíamos profundizar en ningún tema ya que nuestro restringido vocabulario, de italiano o de castellano, no lo permitía. Sin embargo, era suficiente para percibir ambos que las afinidades entre nosotros eran muchas. Como quiera que ya no teníamos ganas de comer, decidimos irnos al albergue y cumplir con el resto del ritual del peregrino bien organizado: lavar y tender la ropa, echar la siesta, pasear, escribir... Hasta que llegó la hora de irse a dormir. A las diez menos cuarto, ya estábamos en la cama, después de haber cenado el menú del peregrino en el restaurante de al lado, por nueve euros el cubierto: una buena ensalada y unas sabrosas costillas de cerdo, con pan, vino y postre. Me tumbé en mi litera y puse en marcha mi MP3 con música relajante para conciliar mejor el sueño. No tardé en dormirme con ayuda de la música que regalaba mis oídos -y con la ayuda de la visión, que mis ojos tenían, de dos jóvenes y rubias teutonas que dormían a un metro de distancia, en la litera de al lado y que me hicieron recordar, con sumo agrado, otros tiempos que ya no volverán. La amplitud de espacios no es, precisamente, la mejor característica de los albergues que hasta la presente hemos visitado. Pero a todo se adapta uno, en bien del objetivo principal que no es otro que hacer el camino. Las cosas son según los ojos con que las miras. La actitud positiva es fundamental. De esta manera, el albergue es un sitio donde descansar, mientras que con una actitud negativa, en los albergues del camino no hay quien duerma. Pienso que, en definitiva, es uno mismo quien lo hace así.

Hoy queríamos haber salido más bien tarde, pues sólo hay diez Km. entre Viana y Logroño, donde me encuentro ahora mismo, escribiendo este diario y haciendo tiempo, en espera de que abran el albergue, ya que, claro está, hemos llegado muy temprano. Son las 10,30 y no abren hasta la 1,30. He tomado la decisión de permanecer aquí dos días ya que mi tendinitis no me permite continuar por ahora. Iré al médico para que me prescriba algún anti-inflamatorio y confirme el diagnóstico de tendinitis. Pese a lo corto de la etapa, la cosa ha ido a más y al entrar en Logroño el dolor se ha hecho insoportable.

Hace un momento me he despedido de Adriano, quien se ha ido directamente a la estación para ver si encontraba combinación para viajar a Hendaya y tomar desde allí el tren hacia Niza, donde enlazaría con Génova. Nos hemos dado un abrazo y le he dicho que me avise si alguna vez viene por Barcelona para vernos. Para ello le he dado mi dirección de correo electrónico. Tengo la intuición de que nos volveremos a ver.

Lo que no me esperaba es que fuera tan pronto, pues decidí ir en busca de un bar para tomar algo y me lo encontré por el camino. Me dijo que por tres minutos había perdido un autobús que iba a Hendaya. Entramos en un bar y me explicó su situación: salía mañana a las 10. Volvimos al albergue y nos dispusimos a esperar su apertura en una plazoleta anexa. Desde allí no veíamos la puerta de entrada. De modo que al cabo de poco tiempo comprobamos que ya se había formado un cola y nos dispusimos a incorporarnos a la misma.

El tiempo transcurría muy lento, tal y como es su obligación cuando se trata de esperar. Finalmente, vimos que había movimiento en el patio que da acceso al albergue. Las dos hospitaleras hablaron con algunos peregrinos y nos dijeron que había 88 plazas y que observaban que había muchos peregrinos esperando, por lo que recomendaban que alguien contara la gente que había, no fuera que alguno se quedara sin plaza. Decidí hacerlo yo mismo y comprobé que aún no se sobrepasaba el número de plazas del albergue. Una vez instalados me fui a comer yo sólo, puesto que Adriano tiene por costumbre comer en restaurante al atardecer, a la hora de los extranjeros, y no a mediodía como es mi preferencia. Después de comer volví al albergue dispuesto a hacer la siesta. Tras intentarlo durante más de una hora no logré conciliar el sueño y me fui a lavar la ropa. Estaba a pleno sol y eran las cinco de la tarde. Pensé que me iba a dar algo. Por fin acabé. Tendí la ropa en el lugar del patio donde calculé que darían los últimos rayos de sol de la tarde. Aún así, cuatro horas más tarde, la ropa aún no estaba seca.

Es hora de ir al médico. He preguntado a la hospitalera por el hospital y me lo indica en un plano de Logroño, que me da. Me dice que hay dos peregrinos más que también han ido al hospital para poder descansar un día más y quedarse en el albergue una segunda noche. Para ello se necesita un certificado del médico. Tras media hora caminando llego al hospital y enseguida me atiende una doctora que confirma el diagnóstico y me prescribe Voltaren para que me lo tome durante tres días. Al decirle que tengo el estómago delicado me manda también un protector para el mismo. Me da las capsulas para los tres días y me hace el certificado. Me envía a la enfermera que me pondrá una venda en la pierna afectada. De vuelta al albergue, recorro alguna de las calles por las que hace tres años estuve con Encarna en Semana Santa. Lo recuerdo con agrado. No me produce tristeza como en algún momento llegué a temer. Parece que el mal trago ya está superado. ¿O no?

Paseando por las calles céntricas observo cafeterías con terrazas elegantes que ocupan un buen espacio de la calle peatonal por la que paseo y donde elegantes señoras logroñesas conversan mientras regalan su paladar con bebidas refrescantes. Más adelante, llegando a la plaza del Mercado, se acaban las elegantes terrazas y comienzan otras, más populares, donde la clientela y las propias terrazas son muy diferentes, lujosas las primeras, sencillas éstas otras.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Camino francés: séptima etapa

10/7/06

Esta noche he dormido bien. Me he levantado a las 6,30. Un poco tarde en comparación con etapas anteriores. El hospitalero del albergue, voluntario, es un francés afincado en Québec, Canadá. Hoy tiene visita: un joven burgalés que el año pasado coincidió con él en el albergue de Sto. Domingo de la Calzada, como hospitalero. También ha venido su joven y atractiva hija, desde Suiza, para pasar el fin de semana con él.

La tarde de ayer se hizo larga esperando la hora de cenar, las 7,30, en el único bar del pueblo. Tuve tiempo de todo: lavar la ropa, dormir la siesta, meditar, hablar con mi compañero italiano, hablar con el amigo del hospitalero, estar ocioso... Adriano me ha explicado que está escribiendo su segunda novela, la cual transcurre, en parte, en Barcelona -ciudad que le gusta mucho- en los tiempos de Napoleón. Adriano es una persona culta, entiende bien el francés, habla algo de inglés y compruebo que nos entendemos bien hablando cada uno en su lengua.

He perdido de vista a todos los peregrinos con los que coincidí en las primeras etapas. Supongo que todos me han adelantado ya que mi lesión no me permite hacer etapas largas y me debo limitar a una media de 15 Km. para no sobrecargar más el tendón. La etapa de mañana es de 30 Km. según la guía que, claro está, yo dividiré en dos, y discurre entre Los Arcos (Navarra) y Logroño. La etapa de hoy, solo 12 km, ha sido muy corta y aún así no lo he pasado nada bien, pues la tendinitis sigue ahí. Cuesta empezar cuando la musculatura está fría, pero cuando se calienta, el sufrimiento es más llevadero. Mi compañero, Adriano, tampoco lo está pasando bien ya que tiene dos ampollas en la planta del pie, que es donde más daño hacen. Finalmente, está pensando en llegar únicamente a Logroño dado que, en el estado en que se encuentran sus pies, ve muy difícil llegar a Burgos como pretendía en un principio. Ha decidido volver el año que viene con su mujer, Estefanía, para hacer el tramo final que le permita a su esposa, que es católica practicante, obtener la compostelana. Para ello tiene que hacer los últimos 150 Km..

El calor continua haciendo de las suyas. Todos agradeceríamos un refrescón, producto de alguna tormenta que no deje mucha lluvia sobre el camino. Bastante difícil es como para que encima lo encontremos embarrado.

A mi lado, mientras escribo, hay una chica vasca hablando en euskera por el teléfono móvil. Es curioso pero, de vez en cuando, suelta alguna frase en castellano, intercalada entre el resto de la conversación, que se desarrolla en su lengua materna.

El paisaje es cada vez más monótono: camino amplio, campos de cereales por donde hace poco que ha pasado la segadora, alpacas de paja apiladas junto al camino, donde unos jóvenes peregrinos conocidos han pasado la noche, haciendo vivac, a una altura ciertamente peligrosa -en fin, la gente joven nunca ha visto el peligro allá donde se encuentra-y las viñas que completan el paisaje de esta zona de Navarra, muy cercana ya la Rioja.

El verde brillante de la viña, el verde mate del monte bajo, a lo lejos, el ocre de los campos de trigo y el azul añil del cielo, éstos son los colores que nos acompañarán durante bastantes etapas en este tramo del camino entre Navarra y la Rioja.

El albergue donde estoy, está atendido voluntariamente por un matrimonio belga. Entre los albergues no privados, están los que son municipales, los parroquiales y los de la Asociación de Amigos del Camino. Este último, es el caso del albergue de Los Arcos.

Acabo de encontrar a Sofía una médico psicoanalista, como dice ella, que conocí en el tren que me llevó hasta Pamplona y con la cual compartí el taxi que a mi me llevó hasta Roncesvalles y a ella, con su amigo acompañante, a St. Jean Pie-de-Port, último pueblo de Francia antes de cruzar el Pirineo y donde en verdad empieza el camino. Yo, sin embargo, esa etapa me la he saltado ya que se aconseja no hacerla si no se está bien preparado físicamente, pues supone 27 Km. de etapa, dividida en dos tramos, uno de subida, con un desnivel de 1000 mts, y otro de bajada, aún peor por lo pedregoso del camino.

El masajista, que se anuncia en la puerta del albergue, acaba de llegar y decido ir a verlo para explicarle mi mal y ver si puede hacer algo por mi, Lo primero que me dice es que tengo falta de líquidos y me lo nota en la cara y en los ojos ??? La verdad es que tiene razón. Fácilmente se olvida uno de beber durante el trayecto. Me dice que la falta de agua en el organismo, después de tan duro esfuerzo, afecta inevitablemente a la tendinitis, ya que los detritus que se producen en la musculatura con el esfuerzo intenso, no son fácilmente eliminados y eso acaba afectando al tendón. Me aconseja que me ponga frío en la zona y me dice que en el frigorífico hay una bolsa de guisantes congelados para tal menester.

Camino francés: sexta etapa

9/7/06

Mi sexto día de camino. El tendón sigue igual. No mejora pero tampoco empeora. Por lo tanto continuaré el camino aunque ello suponga el sufrir más de lo previsto. Me encuentro en Villamayor de Monjardín: un pequeño, bonito y tranquilo pueblo al pie del castillo de Monjardín, fortaleza medieval fundada por Sancho III de Navarra. Acaba de aparecer el panadero que viene de otro pueblo, con su furgoneta, repartiendo el pan a quien se lo solicita. Me acerco y le compro unas magdalenas.

Desde ayer me acompaña -nos acompañamos- un profesor de filosofía, de bachillerato, de un Liceo de Génova. Enseguida hemos conectado y considero buena su compañía. Al parecer también escribe su diario o toma notas de las impresiones que le produce el camino. Quiere llegar hasta Burgos, pues no puede pasar gran parte de sus vacaciones –dos meses- en el camino ya que está casado y la segunda parte de sus vacaciones las compartirá con su mujer, 13 años más joven que él, recorriendo Andalucía. Me dice las ciudades que quiere visitar: Sevilla, Granada.... Como no cita Córdoba, se la recomiendo encarecidamente para que vea la Mezquita y el barrio de la judería. No tenía mucho conocimiento de la ciudad, por lo que no la había incluido en su ruta.

Adriano, que así se llama mi compañero de caminatas, tiene 53 años, admira al fallecido Manuel Vázquez Montalbán y es hombre de izquierdas, aunque no concreta más su adscripción política. Su compañía promete ser interesante si conseguimos comunicarnos, ya que ni él sabe castellano ni yo italiano, aunque,

dado la cercanía de ambas lenguas, sé que no va a ser imposible.

martes, 11 de agosto de 2009

Camino francés: quinta etapa

8/7/06

Me las prometía muy felices habiendo comido y descansado bien en la tarde noche de ayer, pero el infortunio parece que quiere acompañarme también. Esta mañana salí a las cinco menos diez de Cirauqui en dirección a Estella, donde me encuentro ahora. Apenas había luz suficiente para distinguir las flechas amarillas que marcan todo el camino pero se caminaba bien con el frescor matutino. Muy a lo lejos divisaba con dificultad dos peregrinos que habían salido unos minutos antes que yo. Mis pasos me alejaban de Cirauqui y me acercaban a mi destino, cuando vi un mojón de piedra en el camino que indicaba que faltaban 9 Km. para Estella. Acababa de pasar Lorca, un bonito pueblo que, a esas horas de la mañana, estaba desierto. Solo el ladrido de algún perro alteraba el silencio de sus calles. A la salida del pueblo, un hombre y una mujer ancianos, acompañados de dos perros, parecían volver de dar un paseo mañanero. Cruzamos nuestros caminos y nos deseamos buenos días. Todo transcurría con normalidad y dejé atrás Villatuerta, el pueblo por donde pasaba. No se cuando fue, pero empecé a notar un dolor punzante junto a la tibia, en la parte baja, y ya cerca del tobillo, de la pierna derecha. Supuse que sería un dolor muscular, algo así como agujetas por el esfuerzo de los días anteriores. Así lo quería yo entender. Pero enseguida caí en la cuenta que ya llevaba 4 días de marcha y lo normal hubiera sido que las agujetas apareciesen el segundo día, por lo que me temí algo peor. Pensando en esto, llegué a Estella después de tres horas de camino. Era muy temprano para quedarse, ya que los albergues no abrían hasta bien pasado mediodía. Me paré a descansar un rato en una zona verde, con un bien cuidado césped, con una descuidada y antigua iglesia llamada del Santo Sepulcro, a mi derecha y el río a mi izquierda. Me fricciono la zona dolorida con el ungüento “mágico” que me vendieron en Puente la Reina para estos casos y esperé a que ocurriera el milagro. Visto el resultado final negativo, pienso que quizá me hubiera ido mejor encomendarme a Santiago o a San Fermín, patrono de estas tierras. Como quiera que el milagro no se obró decidí irme al albergue más cercano, en la entrada a la ciudad, cerca de donde me encontraba. Desde el mismo banco donde descanso divisaba la flecha amarilla que indicaba la dirección del albergue y que siempre nos guía en el camino. Por suerte para mi, estaba abierto, aunque lo que ocurría es que estaban limpiando. Llamé y me atendió una atractiva mujer a la cual le expliqué mi caso. Me dijo que podía dejar la mochila pero que, hasta la hora de apertura, no podía instalarme. Le pregunté por un masajista y me dirigió hacia la plaza del Ayuntamiento, enfrente del cual había uno. Aunque, añadió, al ser sábado no sabía si estaría abierto. Busqué, pregunté y finalmente encontré el lugar. Estaba abierto pero hasta la una no tenía hora disponible para mí. Justamente, en el albergue, me habían dicho que estuviera a esa hora en la puerta, ya que, si se llenaba, no me garantizaban la plaza. De manera que parecía no tener más opción que dejar el masajista y plantarme en la puerta del albergue, no fuera el caso que viniesen muchos peregrinos y perdiera mi lugar. No me lo pensé dos veces y fui de nuevo al albergue a plantearles la situación. El que parecía ser el máximo responsable me dijo que no me preocupara y que me fuese tranquilo al masajista. Como quiera que faltaba mucho tiempo me fui a una terraza de verano en pleno paseo de Estella, cerca del río. Había mucha sombra y se estaba muy bien. Allí había una pareja de peregrinos que había conocido en otro albergue. Estuve charlando un rato con ellos hasta que decidieron continuar hasta el próximo pueblo. Me dirigí de nuevo hacia el local del masajista y le comuniqué que me encontraba allí, cerca, por si algún cliente fallaba y se podía adelantar la sesión. Efectivamente, así ocurrió y a las doce pude entrar al masajista. Me hizo un masaje en la zona afectada aunque me explicó que, para la tendinitis que tenía, el masaje no es que fuera muy efectivo. Me dio algunos consejos, como que bebiera mucho líquido, que descansara algún día y que no forzara en los siguientes días.

Tras el masaje vuelvo al albergue. Pronto llegaron otros peregrinos. Finalmente abrieron y entramos. Me atendió un joven que se presentó diciendo que era voluntario en el albergue. Añadió que todo el mundo tenía algo y que él era discapacitado intelectual. Me llevó hasta mi litera y me dijo que si podía ayudarme en algo que no dudara en dirigirme a él. Le di las gracias y se alejó para atender a otro peregrino. Finalmente el albergue se llenó. Organicé mis cosas y me fui a comer. El mismo joven discapacitado me indicó amablemente donde había un par de restaurantes con menú del peregrino . Me dirigí al más cercano pero los sábados no tenían menú. Enseguida encontré otro. Volví al albergue para descansar. Me eché en la cama. Estaba desanimado por mi tendinitis pero no pensaba dejarme caer en la decepción. Era algo probable y ya me había mentalizado antes de partir. Si había de abandonar, lo haría, pero sin decepciones. El próximo año continuaría allá donde lo dejase, si ese fuera el caso.

Camino francés: segunda etapa

5/7/06

Comparando la etapa de ayer con la de hoy, ahora sé que lo de ayer fue una auténtica paliza, claro está, hablando en términos relativos, pues habrá quien se haya hecho 10 km más que yo y considere, lo de hoy, un paseo y, lo de ayer, una etapa de descanso. Como la mayoría de cosas en la vida, todo es relativo. En definitiva, hoy he recorrido 16 km y gracias he de dar porque he llegado hasta aquí, a Trinidad de Arre, un monasterio que lo fue y que no pertenece al término de Arre sino al de Villava. El albergue está regentado por tres hermanos maristas a 6 euros la litera. Está bien cuidado y es acogedor. Tiene un pequeño patio con jardín el que me encuentro ahora escribiendo a la sombra de un castaño. La etapa de hoy empezó a las 6,15. Partí solo, como ayer, pero enseguida encontré compañía, otros peregrinos a quien adelantas o que te adelantan, otros peregrinos que encontrarás más adelante y otros que nunca más volverás a ver. Su ritmo de marcha es demasiado rápido y no coincides más con ellos, o bien van más lentos y los pierdes de vista. Otros, sin embargo, te los vuelves a encontrar en el albergue próximo o en etapas posteriores y te parece que fueran conocidos de toda la vida. Así es el camino: a veces te une y a veces te separa. Él decide.

En ocasiones, prefiero seguir mi senda en soledad. Me lo pide el cuerpo o, más bien, la mente. En otras, busco la compañía de aquellos caminantes que, intuitivamente, crees que tienen afinidades contigo. Sin embargo, es una verdadera lástima tener que descartar a todos los extranjeros, debido al problema de la lengua. Es en estas ocasiones cuando más hecho a faltar el saber inglés, pues quien más o quien menos, en el camino, se defiende bien en esta lengua.

En el patio donde escribo esto, encuentro una conocida de la etapa de ayer. Nos cruzamos y adelantamos en varias ocasiones y me dio la impresión de que iba tan cansada como yo. Sin pensarlo dos veces, me acerqué y me puse a charlar con ella. Me dijo que era de Barcelona. Y lo que prometía ser una, potencialmente, buena relación, no respondió a las expectativas creadas y, aunque el camino del día siguiente lo hicimos juntos, con el conocimiento que te da de alguien el compartir kilómetros de caminata con ella, concluí que era imposible que nada, absolutamente nada, pudiera llegar a cuajar entre nosotros.

Al llegar a Puente la Reina, fin de mi etapa, encontré el albergue de los Padres Reparadores, el más céntrico de los tres que hay en esta villa, completo. Quedaban dos opciones: seguir hasta el próximo, situado en las afueras de la ciudad, nuevo, pero con una fuerte pendiente hasta llegar a él, o, bien, dar marcha atrás y quedarme en el que hay a la entrada, en los bajos de un hotel. Decidí quedarme en este y mi acompañante también. Más que de bajos, se trataba de un sótano habilitado como albergue con aire acondicionado que no funcionaba en todo el espacio ya que pasé gran parte de la noche sudando y el descanso no fue de mi agrado. Tenía en mente acudir a la iglesia de Santa Maria de Eunate que dista unos 2 kilómetros del camino, a la altura de Muruzabal , desde donde había que desviarse. Pero estaba tan cansado y era tan tarde – cerca de la una – que no seguí el desvío y me fui directamente a Puente la Reina. Así que decidí ir por la tarde, aunque fuera en taxi, ya que estaba muy cansado. Pero la tarde tampoco se prestó a ello. No pude dormir la siesta y el cansancio se acrecentó, al menos mentalmente. Así es que pasó la tarde y no fui a Eunate. Es igual, me dije, iré mañana aunque tenga que hacer más kilómetros de la cuenta. ¡No pienso perdérmela! Me lo había recomendado Cinta, la mujer de mi amigo Ángel, una maestra retirada que ahora se dedica a la psicoterapia y que hace diez años hizo el camino, un camino que le cambió la vida.

De manera que al día siguiente esperé a que todo el mundo se marchara, cosa que sucedió progresivamente desde las cinco de la mañana y de forma que a las 7,30, hora en que me desperté, pues me había dormido de nuevo, no había nadie más que yo en el albergue. Recogí mis cosas y subí a la cafetería a punto para desayunar viendo el primer encierro de los Sanfermines, fiel a una cita que no me pierdo desde hace ya muchos años.

Después del desayuno partí hacia Eunate, y en el camino me encontré a otros peregrinos valencianos, jovencitos ellos, con mucha ilusión por hacer el camino pero con pocas luces para decidir cuantos kilómetros debían hacer para no tener problemas con las ampollas de los pies, el primer mal del peregrino. Nos saludamos, les expliqué el motivo de mi vuelta atrás y al cabo de una hora llegaba a Eunate. La iglesia en sí no es que sea espectacular en su concepción arquitectónica pero impone y sobrecoge en el mismo instante en que la ves desde la carretera, de la cual dista unos cien metros, Se encuentra en un descampado sin más compañía que una destartalada casa donde habita el encargado de la ermita y que se utiliza como albergue, muy sencillo albergue, para quienes se desvían del camino y acuden a la llamada de Eunate, decidiendo hacer noche allí.

La ermita tiene forma octogonal y está rodeada por una hilera de arcadas románicas que la envuelven en un octógono de mayor diámetro que, a su vez, se encuentra arropado por un muro de media altura con un espacio de unos tres metros en medio que sirvió en la edad media para enterrar a los peregrinos. La iglesia fue construida en el siglo XII y hay controversias sobre la autoría del monumento. Algunos dicen que fueron los templarios. Otros lo descartan. Los que defienden la primera hipótesis ven en el lugar una vena telúrica, de energías que surgen del interior de la tierra, y se dice que, supuestamente, el templo serviría como sello para dichas energías, siendo ésta, entre otras razones esotéricas, las que movieron a los templarios a construirla precisamente en medio del páramo. Sea como fuere, la iglesia, a mi, me causó una gran impresión y las sensaciones y emociones que seguídamente paso a intentar describir.

Al entrar en el recinto, un cartel da cuatro nociones sobre la ermita y se explica su significado como lugar de espiritualidad y meditación. Se ruega al peregrino que se descalce y deje su mochila junto al muro. Se le invita a dar 3 vueltas al octógono, entre los muros de la ermita y las arcadas románicas y a entrar por la puerta norte, habiendo rogado, previamente, a las efigies que se hallan en los capiteles de la portada, que se le permita entrar en este lugar de sacralidad y meditación. Así lo hago y tras la primera vuelta, un visitante vestido al estilo pamplonica, con su ropa blanca y su pañuelo rojo al cuello, me pide que le haga una foto junto a las arcadas. Cumplo con su deseo y charlamos unos minutos a instancia suya. Me dice que, a medida que se ha ido haciendo mayor, va creyendo más en estas cosas – sin aclarar qué son estas cosas - Yo le digo que a mi me ha pasado lo mismo. Finalmente, se despide y me desea buen camino, probablemente las palabras más repetidas en esta ruta que cada vez atrae más gente movida por mil y una razones. Le doy las gracias y me dispongo a continuar con el ritual iniciado. Tras la tercera vuelta me dirijo despacio hacia la puerta de entrada, que no es la puerta norte, la principal, que está cerrada, sino otra más pequeña que da al oeste. Del interior del templo sale una bocanada de aire fresco. Son las 9,30 de la mañana. Entro y, muy lentamente, avanzo hacia el centro de la única nave. Me sitúo bajo el centro de la bóveda y una sensación de escalofríos me recorre todo el cuerpo, de pies a cabeza. No me explico aún porqué, pero en lo más profundo de mi ruego a “Dios” que, si existe, se manifieste de alguna manera que yo pueda captar. Se lo pido de corazón, como dice el cartel de fuera. Comienzo a sentir que me emociono y no entiendo porqué. Las lágrimas están apunto de caer de mis ojos. Continuo allí durante un tiempo indeterminado aunque más bien breve, de pie, mirando fijamente hacia el ábside, a un punto inconcreto. Lloro y no sé porqué. Lloro sin pena, sin angustia, sin nudo en la garganta, todo lo contrario a como lo hago normalmente. No tengo una razón aparente para llorar, pero las lágrimas brotan de mis ojos con suma facilidad. Algunos visitantes entran, pasan junto a mi, sin apenas percatarse de mi presencia estática en el centro de la nave, hacen sus fotos y se van. Las piernas comienzan a temblarme. Fuera, se oyen más visitantes que se acercan. Decido sentarme en el banco más cercano. Cierro los ojos. La emoción me invade. Continuo llorando. Siento que estoy a punto de llorar desconsoladamente. Incluso lo deseo. Pero no quiero montar el numerito y me contengo. ¡Cuánto me hubiese gustado haber podido estar sólo y abandonarme a esa experiencia¡ Lloro tranquilamente. Finalmente los visitantes se van y únicamente un peregrino ciclista permanece allí, unos bancos más atrás, absorto en sus propios pensamientos o meditaciones. Poco a poco me relajo y continuo, allá, sentado, durante más de media hora, meditando, disfrutando de la paz y el silencio, acompañado de una suavísima y relajante música que invita a la introspección, a la meditación y, a otras personas, a la oración. Mis pensamientos y meditaciones se concentran en el tema de Dios y en su relación con la Energía y concluyo que deben ser una y la misma cosa. Todo es Energía, en una u otra de sus múltiples manifestaciones, y la fuente suprema y universal de esa Energía es lo que yo llamo Dios. Por lo tanto, Dios está en todos y en todo. ¿De qué manera se relaciona con nosotros? ¿De qué manera nos relacionamos nosotros con él? ¿Existe esa relación? ¿ No son todas las religiones y creencias espirituales sino intentos del ser humanos de encontrar una forma de relacionarse con Dios?

Llegan más visitantes. Interrumpo mis reflexiones y doy por acabada la visita y la experiencia. Vuelvo a la dura realidad del camino. Me alejo del templo y hecho una última mirada atrás. No se porqué pero me despido de la ermita. Eunate... ¡bonito nombre para una nieta!, pienso.

Vuelvo a Puente la Reina. Cruzo la villa y me dirijo hacia el puente medieval que da nombre a la población. Voy en dirección a Estella. El camino pronto se hace duro, muy duro. Hay un desvío provisional –lleva tres años así- del camino, debido a la construcción de la autovía llamada del Camino. Así, lo que en las guías es una suave aunque continuada pendiente, en la realidad es una pendiente considerable que pone a prueba mi capacidad de resistencia y que se constituye en una auténtica tortura para más de un peregrino que tiene que parar a recuperar el resuello. El sol y la escasez de sombras también ponen su granito de arena.

Por primera vez noto que estoy realmente agotado. Incluso comienzo a sentir mareo por el continuo esfuerzo realizado. No quiero ni imaginarme como será esto en un día de lluvia pues el sendero es de tierra arcillosa y el fangal debe de ser muy difícil de superar.

Me explica la hospitalera del alberque donde descanso que en más de una ocasión han tenido que ir a rescatar a ciclistas que han quedado atrapados en el fango en dicho lugar.

Trato de animarme recordando que tras la noche viene el día y tras una pendiente ascendente viene otra descendente. Y así es. Cuando llego arriba diviso el pueblo donde pernoctaré. Son las 12,30 y el sol ya no se anda con bromas. Una hora más tarde llego al pueblo, situado encima de un cerro, en el que destaca por encima de todo el campanario que, ahora, cuando escribo esto, me recuerda, machaconamente, que el tiempo no se detiene.

En el pueblo, el camino discurre por varias calles empinadas. Estoy muy cansado. Me siento brévemente en un banco de madera situado estratégicamente en la escasa sombra que hay en la calle. Frente a mi se levanta, altivo, un arco ojival, bajo el cual había, antaño, una de las puertas que daba entrada a la villa medieval que fue. Reanudo la marcha. Pregunto a una familia, que toma el fresco en la sombreada puerta de su casa, dónde está el albergue, con la esperanza de que me digan que está ahí mismo, a la vuelta de la esquina, cosa que efectivamente sucede. Llamo a la puerta y me recibe la dueña del mismo, pues se trata de un albergue privado. Me enseña las instalaciones y me dice el precio y las condiciones. Compruebo, congratulado, que está todo muy limpio y muy bien cuidado. El pueblo es una remanso de paz y silencio y además intuyo que hoy vamos a ser pocos aquí. Después de instalarme, salgo a comprar algo de comer en una tienda cercana. Luego, al atardecer, cenaré con otros peregrinos en el restaurante que tienen los dueños en la parte baja del albergue.

Sólo las familiares, las inevitables, las golosas, las vulgares moscas, como diría mi admirado Antonio Machado, y las campanadas de la iglesia impiden que este sea el lugar perfecto para el descanso.


(Se avisa al lector que las etapas tercera y cuarta no fueron recogidas en este diario)

Camino francés: primera etapa

4/7/06

Mi primer día en el Camino de Santiago.

Aquí, sentado, junto al río donde me refresqué esta mañana, apoyada mi cansada espalda en el tronco de un árbol, me dispongo a recordar los momentos más significativos de la larga caminata de hoy.

La salida, de buena mañana, de Roncesvalles, con sus montañas plateadas semi ocultas por la niebla, carretera abajo por una suave pendiente y, enseguida, abandonada la carretera, el Camino, un umbrío camino que serpentea junto a ella, cubierto por hayas, robles y alerces, formando, en ocasiones, un túnel casi perfecto. Sólo la soledad me acompaña. A veces, la mejor compañera. Soy buen amigo de ella. Últimamente, me acompaña do quiera que voy.

Tardo un buen rato en ver a otros peregrinos. Van en bicicleta. Al parecer los caminantes salieron antes que yo. El camino, aquí, es fácil. Lo duro está por llegar. He caminado más de 10 km y apenas me he percatado de ello. Esto me anima. El paisaje, cuando se abre el camino, se me antoja increíblemente bello, casi de dulce, diría yo. Me extasio a la vez que me concentro en el camino. Intento ser plenamente consciente, vivir, sentir únicamente el presente. Cuando empiezo a tener sensación de cansancio me concentro aún más e intento aplicar lo que mi amigo Fernando me enseñó, con la premura que exigía la cercanía de mi partida, a andar con un mínimo gasto de energía: concentración, plena consciencia del paso, izquierdo, derecho, izquierdo, derecho; sintiendo cada bache, cada piedra que piso, el relieve, el impacto en la planta de mi pie. Dice mi amigo que así se optimiza la energía y te cansas menos.

Miro el cielo y recibo la impresión de que va a haber tormenta. El viento sopla cada vez más fuerte. De vez en cuando, en esta orilla del río, los árboles dejan de moverse y es curioso porque, 30 metros más allá, en la otra orilla, veo los chopos aventolados inclinarse a izquierda y derecha. Comienzan a caer las primeras gotas. Me voy hacia el albergue. Me acerco pero no entro. Espero que sean sólo cuatro gotas.

Un par de km más y diviso, a lo lejos, un pequeño pueblo: Litzoain, y, tras él, una enorme pendiente por la que discurre el camino. No me desanimo. Espero pasar la noche en este pueblo. Me detengo y me siento junto a una fuente. Tomo la guía del camino. Quiero comprobar donde se ubica el albergue y compruebo que he errado en mi planificación. En este pueblo no hay albergue. He de continuar. Habré de salvar la exagerada cuesta.: el alto de Erro. Tres km más adelante el albergue, el descanso. Continúo mi concentración en el andar. Parece fácil. Lo que ya no lo es tanto es la respiración. Intento controlar mi respiración pero es ella quien me controla a mi. Pero nada me hace desfallecer y continuo la ascensión. No hay ninguna sombra. El sol empieza a castigar de verdad. Es mediodía. Por fin parece que culminaré. Alguien me adelanta en plena cuesta. Tres jóvenes de aspecto extranjero, rubios y altos, con buenas piernas para caminar. A la vez, yo sobrepaso a otra peregrina. Se trata de una mujer mayor que yo. Se ayuda de dos bastones de trecking. Su ritmo es lento y cansino, pero seguro y persistente. Más tarde, ella, cuando yo decido descansar, una vez superado el alto, me sobrepasa a mí.

¡De nuevo el bosque¡ Durante una hora, el camino sube y baja y vuelvo a adelantar a tan perseverante peregrina. La saludo con un hola y me responde igualmente: con un hola, pero con marcado acento extranjero. Más adelante, volvemos a encontrarnos de nuevo. Yo descansando, ella andando. Se acerca a mi y me pide con gestos que le de su cantimplora, que se encuentra alojada en un bolsillo de su mochila. Se la doy, Me sonríe. No hace falta que me des las gracias, peregrina, compañera del camino. Tu sonrisa me basta.

El camino cruza la carretera y sigo la indicación que dice, sin decir, por aquí sigue el camino, peregrino. Faltan 4 km para llegar a Zubiri. Es obvio que me he pasado el desvío a Erro, mi parada. Zubiri se hace esperar. Aquí se comprueba aquello de la relatividad del tiempo. Son sólo cuatro km, una hora, y parece que nunca llegará. Me encuentro varias personas descansando que opinan lo mismo:”los primeros km pasaron apenas sin darme cuenta, ahora parece que nunca se acabarán.” Claro está, es nuestra mente que lo percibe así. Es la actitud con la que nos tomamos los últimos km la que te induce a pensar que, al final, el camino se hace más largo. Finalmente se divisa el pueblo allí abajo y el camino que resta, en fuerte pendiente descendente. Llego al pueblo. Cruzo el puente medieval, que es lo único que le queda de su pasado jacobeo y me asomo a ver el río. Hay gente bañándose, si es que se puede uno bañar en un caudal que no supera los veinte centímetros de altura. ¡Eso quiero yo¡ Me voy directo al albergue. Es privado y algo más caro pero no me importa ya que está cerca del río. Dejo mis cosas en la litera correspondiente. Me pongo el bañador y... al agua. Estoy sólo pero pronto llegan otros peregrinos. Me siento en un claro del río donde alguien ha tenido la idea de apartar los cantos rodados para estar más a gusto sentado. ¡Gracias, alguien¡ El cuerpo reacciona y lo agradece. Sobre todo los pies, el soporte del caminante. . Han sido casi veinticinco km. Más de lo previsto para ser el primer día.

Me ducho y me preparo para ir a comer. Le pregunto a la hospitalera y me indica un restaurante donde dan menú del peregrino por nueve euros. Mientras me sirven llamo a mi hija con el, ahora, inseparable móvil. Le cuento como me va. Antes, en el camino, ya había hablado con mi hija menor, Eva.

Tras comer más o menos bien –por nueve euros no se puede pedir más– me encamino hacia el albergue para hacer la siesta, o, cuando menos, descansar sobre la cama, como así resulta ser. No logro conciliar el sueño aunque estoy muy cansado. Sin embargo, me viene bien el reposo. A media tarde voy a comprar algo para cenar. Después, cojo la guía y el cuaderno donde escribo y me voy a buscar una sombra a orillas del río. Preparo la etapa de mañana y escribo lo que estás leyendo. Decido no hacer la etapa que marca la guía, a menudo muy largas para mi en los primeros días.

Estoy muy cansado, destrozado diría yo. Me duelen todos los músculos desde el cuello hasta la planta de los pies. Mañana, confío en hacer unos quince km más. Pero mañana es futuro. No existe. Está por llegar. Ahora, quiero vivir el presente. Gozar de esta brisa, de esta paz, de esta sensación de bienestar, de saber que estás haciendo lo que quieres hacer. De saber que eres tú quien decide.