Mis gatos: Gurri, que lo fue, y Peluchi, que lo es.

martes, 11 de agosto de 2009

Camino francés: primera etapa

4/7/06

Mi primer día en el Camino de Santiago.

Aquí, sentado, junto al río donde me refresqué esta mañana, apoyada mi cansada espalda en el tronco de un árbol, me dispongo a recordar los momentos más significativos de la larga caminata de hoy.

La salida, de buena mañana, de Roncesvalles, con sus montañas plateadas semi ocultas por la niebla, carretera abajo por una suave pendiente y, enseguida, abandonada la carretera, el Camino, un umbrío camino que serpentea junto a ella, cubierto por hayas, robles y alerces, formando, en ocasiones, un túnel casi perfecto. Sólo la soledad me acompaña. A veces, la mejor compañera. Soy buen amigo de ella. Últimamente, me acompaña do quiera que voy.

Tardo un buen rato en ver a otros peregrinos. Van en bicicleta. Al parecer los caminantes salieron antes que yo. El camino, aquí, es fácil. Lo duro está por llegar. He caminado más de 10 km y apenas me he percatado de ello. Esto me anima. El paisaje, cuando se abre el camino, se me antoja increíblemente bello, casi de dulce, diría yo. Me extasio a la vez que me concentro en el camino. Intento ser plenamente consciente, vivir, sentir únicamente el presente. Cuando empiezo a tener sensación de cansancio me concentro aún más e intento aplicar lo que mi amigo Fernando me enseñó, con la premura que exigía la cercanía de mi partida, a andar con un mínimo gasto de energía: concentración, plena consciencia del paso, izquierdo, derecho, izquierdo, derecho; sintiendo cada bache, cada piedra que piso, el relieve, el impacto en la planta de mi pie. Dice mi amigo que así se optimiza la energía y te cansas menos.

Miro el cielo y recibo la impresión de que va a haber tormenta. El viento sopla cada vez más fuerte. De vez en cuando, en esta orilla del río, los árboles dejan de moverse y es curioso porque, 30 metros más allá, en la otra orilla, veo los chopos aventolados inclinarse a izquierda y derecha. Comienzan a caer las primeras gotas. Me voy hacia el albergue. Me acerco pero no entro. Espero que sean sólo cuatro gotas.

Un par de km más y diviso, a lo lejos, un pequeño pueblo: Litzoain, y, tras él, una enorme pendiente por la que discurre el camino. No me desanimo. Espero pasar la noche en este pueblo. Me detengo y me siento junto a una fuente. Tomo la guía del camino. Quiero comprobar donde se ubica el albergue y compruebo que he errado en mi planificación. En este pueblo no hay albergue. He de continuar. Habré de salvar la exagerada cuesta.: el alto de Erro. Tres km más adelante el albergue, el descanso. Continúo mi concentración en el andar. Parece fácil. Lo que ya no lo es tanto es la respiración. Intento controlar mi respiración pero es ella quien me controla a mi. Pero nada me hace desfallecer y continuo la ascensión. No hay ninguna sombra. El sol empieza a castigar de verdad. Es mediodía. Por fin parece que culminaré. Alguien me adelanta en plena cuesta. Tres jóvenes de aspecto extranjero, rubios y altos, con buenas piernas para caminar. A la vez, yo sobrepaso a otra peregrina. Se trata de una mujer mayor que yo. Se ayuda de dos bastones de trecking. Su ritmo es lento y cansino, pero seguro y persistente. Más tarde, ella, cuando yo decido descansar, una vez superado el alto, me sobrepasa a mí.

¡De nuevo el bosque¡ Durante una hora, el camino sube y baja y vuelvo a adelantar a tan perseverante peregrina. La saludo con un hola y me responde igualmente: con un hola, pero con marcado acento extranjero. Más adelante, volvemos a encontrarnos de nuevo. Yo descansando, ella andando. Se acerca a mi y me pide con gestos que le de su cantimplora, que se encuentra alojada en un bolsillo de su mochila. Se la doy, Me sonríe. No hace falta que me des las gracias, peregrina, compañera del camino. Tu sonrisa me basta.

El camino cruza la carretera y sigo la indicación que dice, sin decir, por aquí sigue el camino, peregrino. Faltan 4 km para llegar a Zubiri. Es obvio que me he pasado el desvío a Erro, mi parada. Zubiri se hace esperar. Aquí se comprueba aquello de la relatividad del tiempo. Son sólo cuatro km, una hora, y parece que nunca llegará. Me encuentro varias personas descansando que opinan lo mismo:”los primeros km pasaron apenas sin darme cuenta, ahora parece que nunca se acabarán.” Claro está, es nuestra mente que lo percibe así. Es la actitud con la que nos tomamos los últimos km la que te induce a pensar que, al final, el camino se hace más largo. Finalmente se divisa el pueblo allí abajo y el camino que resta, en fuerte pendiente descendente. Llego al pueblo. Cruzo el puente medieval, que es lo único que le queda de su pasado jacobeo y me asomo a ver el río. Hay gente bañándose, si es que se puede uno bañar en un caudal que no supera los veinte centímetros de altura. ¡Eso quiero yo¡ Me voy directo al albergue. Es privado y algo más caro pero no me importa ya que está cerca del río. Dejo mis cosas en la litera correspondiente. Me pongo el bañador y... al agua. Estoy sólo pero pronto llegan otros peregrinos. Me siento en un claro del río donde alguien ha tenido la idea de apartar los cantos rodados para estar más a gusto sentado. ¡Gracias, alguien¡ El cuerpo reacciona y lo agradece. Sobre todo los pies, el soporte del caminante. . Han sido casi veinticinco km. Más de lo previsto para ser el primer día.

Me ducho y me preparo para ir a comer. Le pregunto a la hospitalera y me indica un restaurante donde dan menú del peregrino por nueve euros. Mientras me sirven llamo a mi hija con el, ahora, inseparable móvil. Le cuento como me va. Antes, en el camino, ya había hablado con mi hija menor, Eva.

Tras comer más o menos bien –por nueve euros no se puede pedir más– me encamino hacia el albergue para hacer la siesta, o, cuando menos, descansar sobre la cama, como así resulta ser. No logro conciliar el sueño aunque estoy muy cansado. Sin embargo, me viene bien el reposo. A media tarde voy a comprar algo para cenar. Después, cojo la guía y el cuaderno donde escribo y me voy a buscar una sombra a orillas del río. Preparo la etapa de mañana y escribo lo que estás leyendo. Decido no hacer la etapa que marca la guía, a menudo muy largas para mi en los primeros días.

Estoy muy cansado, destrozado diría yo. Me duelen todos los músculos desde el cuello hasta la planta de los pies. Mañana, confío en hacer unos quince km más. Pero mañana es futuro. No existe. Está por llegar. Ahora, quiero vivir el presente. Gozar de esta brisa, de esta paz, de esta sensación de bienestar, de saber que estás haciendo lo que quieres hacer. De saber que eres tú quien decide.

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