13/7/06
Estoy tomando un cortado descafeinado en la cocina-comedor del albergue, cuando veo a Adriano que ya está listo para partir. Son las 7,30. Él se toma un café con leche. Compartimos los últimos momentos de este breve encuentro. Unos minutos antes de las ocho partimos hacia la estación de autobuses. Yo lo acompaño. Hoy me toca descanso. Cerca de la estación hay una oficina de correos donde enviaré un paquete para deshacerme de algo de peso. En total 1,5 kilos. Mientras caminamos le comento a Adriano que por estas calles no hacía mucho que paseaba yo, durante unas vacaciones de semana santa con mi mujer, ajeno a lo que se avecinaba. Le digo que lo recuerdo con alegría y que estoy extrañado de no estar especialmente apenado por ello. Son mis vivencias con ella y formarán parte de mi durante el resto de mi vida y ... quién sabe si más allá. El me manifiesta su incomprensión sobre el triste final de nuestra relación tras 25 años y yo intento explicárselo, aunque no me resulta fácil, por mi falta de vocabulario italiano y su comprensión limitada del “spagnolo”, como dice él, cuando se trata de profundizar en un tema.
Adriano, que va ya por su quinta mujer, me dice que quiere que Estefanía, su actual mujer, desde hace algo más de un año, sea la última. Ya no quiere más divorcios. Estefanía tiene 40 años y él 53 y desea que esta sea su última y definitiva mujer.
Desayunamos en una cafetería camino de la estación. Llegamos a tiempo para ver el penúltimo encierro de los Sanfermines. A Adriano no le gustan las corridas, le parece una salvajada, como a mi. Sin embargo, a mi me encantan los encierros. Adriano no ha visto nunca una corrida en vivo. Le parece ver en ello la larga sombra del fascismo. Yo le digo que las corridas existen desde mucho antes. Dice que alguna vez ha de ver al menos una. No obstante, mira el encierro de hoy con interés. Ya en la sala de espera de la estación yo me pongo a leer
Llegó la hora de partir para Adriano. La segunda despedida y, esta vez, la definitiva. Le acompaño hasta su autobús. Nos abrazamos. Intercambiamos los últimos deseos. Que te vaya bien, le digo yo. Buen camino, me desea él. Me cede su bastón, hecho de una vara de castaño de su tierra,
Para el resto de mi camino me queda su bastón. Para la vida sus ideas, sus opiniones, su recuerdo. Me viene a la memoria ahora, su escepticismo o, tal como corrigió él, su agnosticismo por lo que respecta a lo religioso y espiritual. La conversación, al respecto, se desarrolló a partir de la pregunta que Adriano me hizo sobre qué era lo que esperaba yo del camino y yo le contesté que si bien no soy nada religioso sí creo en la espiritualidad del ser humano, que le acompaña desde que el hombre es hombre. Le explico mi concepto de Dios como la fuente de energía universal que está en el origen de todo lo que existe, ha existido y existirá, energía que se manifiesta de una y mil maneras diferentes. Él me contesta lo que intento transcribir entre italiano y castellano: “Io ti manifesto el mio respeto per la tua creença, eso es fe, nada más. Y sobre fe no n'ha que parlare, Pepe”
Me sorprendió el primer día que me llamó Pepe, con su acento italiano, aunque él dice que no habla italiano sino un dialecto del mismo, el que se habla en su patria pequeña:
Me gustó que me llamase Pepe. Sólo me llaman así mi familia y mis amigos.
De vuelta al albergue, tras pasear un buen rato por las calles de Logroño, me siento en el patio. En el centro hay un pequeño estanque con un surtidor. Una joven extranjera, lo deduzco por su habla inglesa, aunque por su aspecto moreno bien podría ser una española, está sentada al borde del surtidor e introduce sus pies en el estanque. Parece que está fría, por los gestos que hace. Enseguida dos jóvenes más, éstos, españoles, secundan su acción y hacen lo mismo. Pronto se añade un tercer joven de aspecto norteamericano. Todo era previsible desde mi posición de observador: un pastel y tres moscardones que acuden a su reclamo. Ella infla su ego y adopta posturas aún más llamativas. Finalmente, los moscardones parecen decepcionados porque el pastel sólo pretende llamar la atención para que se fijen en él. Uno de los moscardones, el que parece más espabilado, es el primero en darse cuenta y se queja, cuando se retira, con la expresión: “¡Mujeres!. Recuerdo ahora mis años mozos en el instituto, en que yo era uno de los moscardones, víctima también, de las estrategias atrayentes de alguna que otra joven, afortunada en su aspecto físico, aunque con un interior más bien mediocre. Es lo que tocaba hacer entonces.
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