Mis gatos: Gurri, que lo fue, y Peluchi, que lo es.

martes, 11 de agosto de 2009

Camino francés: segunda etapa

5/7/06

Comparando la etapa de ayer con la de hoy, ahora sé que lo de ayer fue una auténtica paliza, claro está, hablando en términos relativos, pues habrá quien se haya hecho 10 km más que yo y considere, lo de hoy, un paseo y, lo de ayer, una etapa de descanso. Como la mayoría de cosas en la vida, todo es relativo. En definitiva, hoy he recorrido 16 km y gracias he de dar porque he llegado hasta aquí, a Trinidad de Arre, un monasterio que lo fue y que no pertenece al término de Arre sino al de Villava. El albergue está regentado por tres hermanos maristas a 6 euros la litera. Está bien cuidado y es acogedor. Tiene un pequeño patio con jardín el que me encuentro ahora escribiendo a la sombra de un castaño. La etapa de hoy empezó a las 6,15. Partí solo, como ayer, pero enseguida encontré compañía, otros peregrinos a quien adelantas o que te adelantan, otros peregrinos que encontrarás más adelante y otros que nunca más volverás a ver. Su ritmo de marcha es demasiado rápido y no coincides más con ellos, o bien van más lentos y los pierdes de vista. Otros, sin embargo, te los vuelves a encontrar en el albergue próximo o en etapas posteriores y te parece que fueran conocidos de toda la vida. Así es el camino: a veces te une y a veces te separa. Él decide.

En ocasiones, prefiero seguir mi senda en soledad. Me lo pide el cuerpo o, más bien, la mente. En otras, busco la compañía de aquellos caminantes que, intuitivamente, crees que tienen afinidades contigo. Sin embargo, es una verdadera lástima tener que descartar a todos los extranjeros, debido al problema de la lengua. Es en estas ocasiones cuando más hecho a faltar el saber inglés, pues quien más o quien menos, en el camino, se defiende bien en esta lengua.

En el patio donde escribo esto, encuentro una conocida de la etapa de ayer. Nos cruzamos y adelantamos en varias ocasiones y me dio la impresión de que iba tan cansada como yo. Sin pensarlo dos veces, me acerqué y me puse a charlar con ella. Me dijo que era de Barcelona. Y lo que prometía ser una, potencialmente, buena relación, no respondió a las expectativas creadas y, aunque el camino del día siguiente lo hicimos juntos, con el conocimiento que te da de alguien el compartir kilómetros de caminata con ella, concluí que era imposible que nada, absolutamente nada, pudiera llegar a cuajar entre nosotros.

Al llegar a Puente la Reina, fin de mi etapa, encontré el albergue de los Padres Reparadores, el más céntrico de los tres que hay en esta villa, completo. Quedaban dos opciones: seguir hasta el próximo, situado en las afueras de la ciudad, nuevo, pero con una fuerte pendiente hasta llegar a él, o, bien, dar marcha atrás y quedarme en el que hay a la entrada, en los bajos de un hotel. Decidí quedarme en este y mi acompañante también. Más que de bajos, se trataba de un sótano habilitado como albergue con aire acondicionado que no funcionaba en todo el espacio ya que pasé gran parte de la noche sudando y el descanso no fue de mi agrado. Tenía en mente acudir a la iglesia de Santa Maria de Eunate que dista unos 2 kilómetros del camino, a la altura de Muruzabal , desde donde había que desviarse. Pero estaba tan cansado y era tan tarde – cerca de la una – que no seguí el desvío y me fui directamente a Puente la Reina. Así que decidí ir por la tarde, aunque fuera en taxi, ya que estaba muy cansado. Pero la tarde tampoco se prestó a ello. No pude dormir la siesta y el cansancio se acrecentó, al menos mentalmente. Así es que pasó la tarde y no fui a Eunate. Es igual, me dije, iré mañana aunque tenga que hacer más kilómetros de la cuenta. ¡No pienso perdérmela! Me lo había recomendado Cinta, la mujer de mi amigo Ángel, una maestra retirada que ahora se dedica a la psicoterapia y que hace diez años hizo el camino, un camino que le cambió la vida.

De manera que al día siguiente esperé a que todo el mundo se marchara, cosa que sucedió progresivamente desde las cinco de la mañana y de forma que a las 7,30, hora en que me desperté, pues me había dormido de nuevo, no había nadie más que yo en el albergue. Recogí mis cosas y subí a la cafetería a punto para desayunar viendo el primer encierro de los Sanfermines, fiel a una cita que no me pierdo desde hace ya muchos años.

Después del desayuno partí hacia Eunate, y en el camino me encontré a otros peregrinos valencianos, jovencitos ellos, con mucha ilusión por hacer el camino pero con pocas luces para decidir cuantos kilómetros debían hacer para no tener problemas con las ampollas de los pies, el primer mal del peregrino. Nos saludamos, les expliqué el motivo de mi vuelta atrás y al cabo de una hora llegaba a Eunate. La iglesia en sí no es que sea espectacular en su concepción arquitectónica pero impone y sobrecoge en el mismo instante en que la ves desde la carretera, de la cual dista unos cien metros, Se encuentra en un descampado sin más compañía que una destartalada casa donde habita el encargado de la ermita y que se utiliza como albergue, muy sencillo albergue, para quienes se desvían del camino y acuden a la llamada de Eunate, decidiendo hacer noche allí.

La ermita tiene forma octogonal y está rodeada por una hilera de arcadas románicas que la envuelven en un octógono de mayor diámetro que, a su vez, se encuentra arropado por un muro de media altura con un espacio de unos tres metros en medio que sirvió en la edad media para enterrar a los peregrinos. La iglesia fue construida en el siglo XII y hay controversias sobre la autoría del monumento. Algunos dicen que fueron los templarios. Otros lo descartan. Los que defienden la primera hipótesis ven en el lugar una vena telúrica, de energías que surgen del interior de la tierra, y se dice que, supuestamente, el templo serviría como sello para dichas energías, siendo ésta, entre otras razones esotéricas, las que movieron a los templarios a construirla precisamente en medio del páramo. Sea como fuere, la iglesia, a mi, me causó una gran impresión y las sensaciones y emociones que seguídamente paso a intentar describir.

Al entrar en el recinto, un cartel da cuatro nociones sobre la ermita y se explica su significado como lugar de espiritualidad y meditación. Se ruega al peregrino que se descalce y deje su mochila junto al muro. Se le invita a dar 3 vueltas al octógono, entre los muros de la ermita y las arcadas románicas y a entrar por la puerta norte, habiendo rogado, previamente, a las efigies que se hallan en los capiteles de la portada, que se le permita entrar en este lugar de sacralidad y meditación. Así lo hago y tras la primera vuelta, un visitante vestido al estilo pamplonica, con su ropa blanca y su pañuelo rojo al cuello, me pide que le haga una foto junto a las arcadas. Cumplo con su deseo y charlamos unos minutos a instancia suya. Me dice que, a medida que se ha ido haciendo mayor, va creyendo más en estas cosas – sin aclarar qué son estas cosas - Yo le digo que a mi me ha pasado lo mismo. Finalmente, se despide y me desea buen camino, probablemente las palabras más repetidas en esta ruta que cada vez atrae más gente movida por mil y una razones. Le doy las gracias y me dispongo a continuar con el ritual iniciado. Tras la tercera vuelta me dirijo despacio hacia la puerta de entrada, que no es la puerta norte, la principal, que está cerrada, sino otra más pequeña que da al oeste. Del interior del templo sale una bocanada de aire fresco. Son las 9,30 de la mañana. Entro y, muy lentamente, avanzo hacia el centro de la única nave. Me sitúo bajo el centro de la bóveda y una sensación de escalofríos me recorre todo el cuerpo, de pies a cabeza. No me explico aún porqué, pero en lo más profundo de mi ruego a “Dios” que, si existe, se manifieste de alguna manera que yo pueda captar. Se lo pido de corazón, como dice el cartel de fuera. Comienzo a sentir que me emociono y no entiendo porqué. Las lágrimas están apunto de caer de mis ojos. Continuo allí durante un tiempo indeterminado aunque más bien breve, de pie, mirando fijamente hacia el ábside, a un punto inconcreto. Lloro y no sé porqué. Lloro sin pena, sin angustia, sin nudo en la garganta, todo lo contrario a como lo hago normalmente. No tengo una razón aparente para llorar, pero las lágrimas brotan de mis ojos con suma facilidad. Algunos visitantes entran, pasan junto a mi, sin apenas percatarse de mi presencia estática en el centro de la nave, hacen sus fotos y se van. Las piernas comienzan a temblarme. Fuera, se oyen más visitantes que se acercan. Decido sentarme en el banco más cercano. Cierro los ojos. La emoción me invade. Continuo llorando. Siento que estoy a punto de llorar desconsoladamente. Incluso lo deseo. Pero no quiero montar el numerito y me contengo. ¡Cuánto me hubiese gustado haber podido estar sólo y abandonarme a esa experiencia¡ Lloro tranquilamente. Finalmente los visitantes se van y únicamente un peregrino ciclista permanece allí, unos bancos más atrás, absorto en sus propios pensamientos o meditaciones. Poco a poco me relajo y continuo, allá, sentado, durante más de media hora, meditando, disfrutando de la paz y el silencio, acompañado de una suavísima y relajante música que invita a la introspección, a la meditación y, a otras personas, a la oración. Mis pensamientos y meditaciones se concentran en el tema de Dios y en su relación con la Energía y concluyo que deben ser una y la misma cosa. Todo es Energía, en una u otra de sus múltiples manifestaciones, y la fuente suprema y universal de esa Energía es lo que yo llamo Dios. Por lo tanto, Dios está en todos y en todo. ¿De qué manera se relaciona con nosotros? ¿De qué manera nos relacionamos nosotros con él? ¿Existe esa relación? ¿ No son todas las religiones y creencias espirituales sino intentos del ser humanos de encontrar una forma de relacionarse con Dios?

Llegan más visitantes. Interrumpo mis reflexiones y doy por acabada la visita y la experiencia. Vuelvo a la dura realidad del camino. Me alejo del templo y hecho una última mirada atrás. No se porqué pero me despido de la ermita. Eunate... ¡bonito nombre para una nieta!, pienso.

Vuelvo a Puente la Reina. Cruzo la villa y me dirijo hacia el puente medieval que da nombre a la población. Voy en dirección a Estella. El camino pronto se hace duro, muy duro. Hay un desvío provisional –lleva tres años así- del camino, debido a la construcción de la autovía llamada del Camino. Así, lo que en las guías es una suave aunque continuada pendiente, en la realidad es una pendiente considerable que pone a prueba mi capacidad de resistencia y que se constituye en una auténtica tortura para más de un peregrino que tiene que parar a recuperar el resuello. El sol y la escasez de sombras también ponen su granito de arena.

Por primera vez noto que estoy realmente agotado. Incluso comienzo a sentir mareo por el continuo esfuerzo realizado. No quiero ni imaginarme como será esto en un día de lluvia pues el sendero es de tierra arcillosa y el fangal debe de ser muy difícil de superar.

Me explica la hospitalera del alberque donde descanso que en más de una ocasión han tenido que ir a rescatar a ciclistas que han quedado atrapados en el fango en dicho lugar.

Trato de animarme recordando que tras la noche viene el día y tras una pendiente ascendente viene otra descendente. Y así es. Cuando llego arriba diviso el pueblo donde pernoctaré. Son las 12,30 y el sol ya no se anda con bromas. Una hora más tarde llego al pueblo, situado encima de un cerro, en el que destaca por encima de todo el campanario que, ahora, cuando escribo esto, me recuerda, machaconamente, que el tiempo no se detiene.

En el pueblo, el camino discurre por varias calles empinadas. Estoy muy cansado. Me siento brévemente en un banco de madera situado estratégicamente en la escasa sombra que hay en la calle. Frente a mi se levanta, altivo, un arco ojival, bajo el cual había, antaño, una de las puertas que daba entrada a la villa medieval que fue. Reanudo la marcha. Pregunto a una familia, que toma el fresco en la sombreada puerta de su casa, dónde está el albergue, con la esperanza de que me digan que está ahí mismo, a la vuelta de la esquina, cosa que efectivamente sucede. Llamo a la puerta y me recibe la dueña del mismo, pues se trata de un albergue privado. Me enseña las instalaciones y me dice el precio y las condiciones. Compruebo, congratulado, que está todo muy limpio y muy bien cuidado. El pueblo es una remanso de paz y silencio y además intuyo que hoy vamos a ser pocos aquí. Después de instalarme, salgo a comprar algo de comer en una tienda cercana. Luego, al atardecer, cenaré con otros peregrinos en el restaurante que tienen los dueños en la parte baja del albergue.

Sólo las familiares, las inevitables, las golosas, las vulgares moscas, como diría mi admirado Antonio Machado, y las campanadas de la iglesia impiden que este sea el lugar perfecto para el descanso.


(Se avisa al lector que las etapas tercera y cuarta no fueron recogidas en este diario)

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