Mis gatos: Gurri, que lo fue, y Peluchi, que lo es.

jueves, 13 de agosto de 2009

Camino francés: octava etapa

12/7/06

Ayer no pude escribir. La etapa fue larga para las condiciones en que me encontraba. Pero no había alternativa: o me quedaba muy cerca de Viana, de donde salí, o me venía hasta aquí. Llegamos a eso de las doce a Viana, siguiendo la carretera, pues tanto para Adriano, como para mí, la carretera era mejor camino. En total unos 20 Km. desde Los Arcos a Viana, en la última etapa que transcurría totalmente por Navarra. Salimos muy temprano. Aún no había amanecido y la luz crepuscular era tan tenue todavía que no nos permitía ver las flechas. Estuvimos en un tris de habernos perdido, lo cual supone siempre andar más Km. de la cuenta. Por suerte no fue así. ¡No estábamos para hacer ni un km de más, precisamente! El paisaje sigue siendo de cereales y viña.

Al llegar al albergue, que estaba abierto, tomamos posesión de nuestras literas, apiladas hasta tres pisos, con lo cual la sensación de agobio por falta de espacio fue mayor que nunca. Tuvieron la delicadeza de darnos, tanto a Adriano como a mi, las literas de abajo. Luego supimos que lo hacen según la edad. Siempre, las de arriba para los más jóvenes. Poco a poco el goteo de peregrinos fue incesante y finalmente se llenó. Nos duchamos y una vez bien aposentados nos fuimos a “echar un rezo” a Santa Clara o a San Miguel, santos estos que a mediodía son muy milagrosos: tienen la capacidad de transformar el sofoco del camino en una agradable sensación de relajación, alegría, frescor... Pero antes, Adriano tenía que cumplir una promesa que le hizo a un amigo suyo de poner una vela en una iglesia del camino por la muerte de algún conocido suyo, cosa que hizo en la iglesia de Sta. María de Viana, aunque él manifiesta no ser creyente. Luego nos sentamos en la Rua Mayor de Viana, en la terraza de un bar donde rezamos ambos a San Miguel acompañado de un “panino”, como llama Adriano a un bocadillo pequeño. Una vez acabada la oración, Adriano propuso repetirla, cosa que hicimos gustosos.

Adriano no dejaba de asombrarse por el mal estado en que se encontraban muchas iglesias que habíamos visto por el camino: pensaba que tan hermoso patrimonio había que protegerlo más de lo que se hacía. Hablábamos de todo pero nunca podíamos profundizar en ningún tema ya que nuestro restringido vocabulario, de italiano o de castellano, no lo permitía. Sin embargo, era suficiente para percibir ambos que las afinidades entre nosotros eran muchas. Como quiera que ya no teníamos ganas de comer, decidimos irnos al albergue y cumplir con el resto del ritual del peregrino bien organizado: lavar y tender la ropa, echar la siesta, pasear, escribir... Hasta que llegó la hora de irse a dormir. A las diez menos cuarto, ya estábamos en la cama, después de haber cenado el menú del peregrino en el restaurante de al lado, por nueve euros el cubierto: una buena ensalada y unas sabrosas costillas de cerdo, con pan, vino y postre. Me tumbé en mi litera y puse en marcha mi MP3 con música relajante para conciliar mejor el sueño. No tardé en dormirme con ayuda de la música que regalaba mis oídos -y con la ayuda de la visión, que mis ojos tenían, de dos jóvenes y rubias teutonas que dormían a un metro de distancia, en la litera de al lado y que me hicieron recordar, con sumo agrado, otros tiempos que ya no volverán. La amplitud de espacios no es, precisamente, la mejor característica de los albergues que hasta la presente hemos visitado. Pero a todo se adapta uno, en bien del objetivo principal que no es otro que hacer el camino. Las cosas son según los ojos con que las miras. La actitud positiva es fundamental. De esta manera, el albergue es un sitio donde descansar, mientras que con una actitud negativa, en los albergues del camino no hay quien duerma. Pienso que, en definitiva, es uno mismo quien lo hace así.

Hoy queríamos haber salido más bien tarde, pues sólo hay diez Km. entre Viana y Logroño, donde me encuentro ahora mismo, escribiendo este diario y haciendo tiempo, en espera de que abran el albergue, ya que, claro está, hemos llegado muy temprano. Son las 10,30 y no abren hasta la 1,30. He tomado la decisión de permanecer aquí dos días ya que mi tendinitis no me permite continuar por ahora. Iré al médico para que me prescriba algún anti-inflamatorio y confirme el diagnóstico de tendinitis. Pese a lo corto de la etapa, la cosa ha ido a más y al entrar en Logroño el dolor se ha hecho insoportable.

Hace un momento me he despedido de Adriano, quien se ha ido directamente a la estación para ver si encontraba combinación para viajar a Hendaya y tomar desde allí el tren hacia Niza, donde enlazaría con Génova. Nos hemos dado un abrazo y le he dicho que me avise si alguna vez viene por Barcelona para vernos. Para ello le he dado mi dirección de correo electrónico. Tengo la intuición de que nos volveremos a ver.

Lo que no me esperaba es que fuera tan pronto, pues decidí ir en busca de un bar para tomar algo y me lo encontré por el camino. Me dijo que por tres minutos había perdido un autobús que iba a Hendaya. Entramos en un bar y me explicó su situación: salía mañana a las 10. Volvimos al albergue y nos dispusimos a esperar su apertura en una plazoleta anexa. Desde allí no veíamos la puerta de entrada. De modo que al cabo de poco tiempo comprobamos que ya se había formado un cola y nos dispusimos a incorporarnos a la misma.

El tiempo transcurría muy lento, tal y como es su obligación cuando se trata de esperar. Finalmente, vimos que había movimiento en el patio que da acceso al albergue. Las dos hospitaleras hablaron con algunos peregrinos y nos dijeron que había 88 plazas y que observaban que había muchos peregrinos esperando, por lo que recomendaban que alguien contara la gente que había, no fuera que alguno se quedara sin plaza. Decidí hacerlo yo mismo y comprobé que aún no se sobrepasaba el número de plazas del albergue. Una vez instalados me fui a comer yo sólo, puesto que Adriano tiene por costumbre comer en restaurante al atardecer, a la hora de los extranjeros, y no a mediodía como es mi preferencia. Después de comer volví al albergue dispuesto a hacer la siesta. Tras intentarlo durante más de una hora no logré conciliar el sueño y me fui a lavar la ropa. Estaba a pleno sol y eran las cinco de la tarde. Pensé que me iba a dar algo. Por fin acabé. Tendí la ropa en el lugar del patio donde calculé que darían los últimos rayos de sol de la tarde. Aún así, cuatro horas más tarde, la ropa aún no estaba seca.

Es hora de ir al médico. He preguntado a la hospitalera por el hospital y me lo indica en un plano de Logroño, que me da. Me dice que hay dos peregrinos más que también han ido al hospital para poder descansar un día más y quedarse en el albergue una segunda noche. Para ello se necesita un certificado del médico. Tras media hora caminando llego al hospital y enseguida me atiende una doctora que confirma el diagnóstico y me prescribe Voltaren para que me lo tome durante tres días. Al decirle que tengo el estómago delicado me manda también un protector para el mismo. Me da las capsulas para los tres días y me hace el certificado. Me envía a la enfermera que me pondrá una venda en la pierna afectada. De vuelta al albergue, recorro alguna de las calles por las que hace tres años estuve con Encarna en Semana Santa. Lo recuerdo con agrado. No me produce tristeza como en algún momento llegué a temer. Parece que el mal trago ya está superado. ¿O no?

Paseando por las calles céntricas observo cafeterías con terrazas elegantes que ocupan un buen espacio de la calle peatonal por la que paseo y donde elegantes señoras logroñesas conversan mientras regalan su paladar con bebidas refrescantes. Más adelante, llegando a la plaza del Mercado, se acaban las elegantes terrazas y comienzan otras, más populares, donde la clientela y las propias terrazas son muy diferentes, lujosas las primeras, sencillas éstas otras.

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