Mis gatos: Gurri, que lo fue, y Peluchi, que lo es.

domingo, 1 de agosto de 2010

Camino del Norte: 10ª etapa

14/7/2010

Estoy en Castro-Urdiales, Cantabria. Hemos dejado atrás el País Vasco y su interminable número de cuestas. He salido a las 7 de la mañana después de desayunar en el propio albergue una café con leche y tostadas con margarina y mermelada que preparó el hospitalero, tocayo mío, con el que, por cierto, estuve hablando ayer, después de escribir este diario sobre el Camino y sus historias, que intercambiábamos como si fuesen cromos. Le contaba mi llegada el año pasado, en el Camino Aragonés, a Undués de Lerda (Zaragoza), pueblo que está en lo alto de un cerro y al que, claro está, hay que subir, para  alojarse en su albergue que, como no podía ser de otra manera, se hallaba en lo más alto del pueblo. Pues bien, al empezar los primeros pasos a la que para mi era una imponente cuesta, supe enseguida que no podría hacerlo sin mucho sufrimiento. Deduje que me había sobrevenido lo que en el ambiente ciclista se llama una pájara, un desfallecimiento tal que no puedas ni dar dos pasos más. Objetivamente, la cuesta no era tal y como yo la veía pero, a fin de cuentas, lo que cuenta no es la realidad, sino cómo uno la percibe en estas circunstancias. Por cierto, esto mismo se puede aplicar a los acontecimientos de la vida misma. Nada es exactamente como a uno le parece, sino, más bien, como uno lo percibe. De manera, que tuve que parar junto a un árbol para aprovechar su sombra y recuperar algo de la energía que entonces me faltaba. Algún peregrino se ofreció a llevarme la mochila hasta el albergue con tal de que no me quedara allí pues no faltaba mucho para llegar al albergue y hacía mucho calor. Yo me negué a ello pese a que insistieron varias veces en su ofrecimiento. Tenía claro que al camino cada uno va con su propia mochila y cada uno ha de arrastrar con ella. Al decir esta frase, el hospitalero de Pobeña cortó mi discurso y me dijo que esperara un momento. Fue a su habitación y trajo de ella unos cuantos folios impresos con lo que dijo  eran cuentos sobre el Camino, que él escribía. Buscó uno en concreto y me lo dio a leer. Hablaba, precisamente, de lo que yo acababa de explicarle sobre que cada cual ha de llevar su mochila, tanto en el Camino como en la vida, pues también en la vida andamos cada cual con su propia mochila en la que se guarda aquello de lo que aún no somos conscientes que ya no necesitamos, antes al contrario. Le di mi conformidad y seguimos hablando sobre el tema central de este diario hasta que alguien nos interrumpió solicitando su ayuda. Más tarde, me pidió un favor: él tenía que ir al aeropuerto a recoger a alguien y me pedía que a las diez apagara las luces y cerrara, por dentro, la puerta del albergue. Yo accedí gustoso a su petición. Al llegar la hora de irse a dormir le pregunté y me dijo que el avión se había retrasado y ya no necesitaba de mi ayuda.
Pero eso fue ayer. Hoy, en torno a las ocho, me fui con las tres maestras a cenar. Estando en ello, comenzó a llover y recordé, así como otra peregrina que resultó ser también maestra y catalana, que tenía ropa tendida para secar. Salimos corriendo tanto como pudimos y recogimos la ropa que, obviamente, estaba mojada. Acto seguido volvimos a continuar nuestra cena. El resto ya se lo puede imaginar el lector que haya leído los anteriores capítulos de este diario: preparar la mochila para la mañana siguiente e irse a dormir. Algunos peregrinos tuvieron que dormir en tiendas de campaña ya que el albergue es pequeño y se  llenó enseguida. Unos ciclistas que llegaron a última hora tuvieron que continuar hasta el pueblo con albergue más cercano. Es la ley del Camino. Antes de acostarme, salí un momento fuera y me senté junto con algunos peregrinos conocidos en el césped que hay en el exterior del albergue. Enseguida empezó una conversación intrascendente a la que se unieron un grupo mixto de jovencitos peregrinos. Alguno de ellos portaba una flauta y le pedimos que tocase algo, pues sabíamos que lo hacía bien por las chicas que le acompañaban. Tocó un par de piezas con mucha maña y pensó que ya había suficiente. Algo tímido era él. Entonces alguna de las chicas del grupo rogó a uno de sus compañeros que recitara alguno de los poemas que él conocía. Explicó que era poeta y que había ganado algún concurso en el instituto donde estudiaban. No tardó en complacernos a todos los que allí estábamos y a decir verdad que recitó con maestría algunos poemas suyos y otros de Quevedo y Góngora, que junto con Lorca, eran sus poetas preferidos. Después del agradable rato que nos hicieron pasar este grupo de jóvenes peregrinos decidimos que ya era hora de irse a acostar. El peregrino no puede dejar de respetar a sus compañeros de fatigas y algunos ya estaban en la cama.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Aquí puedes dejar tu comentario, si te place.