16-7-2009
La partida de hoy ha sido, para mí, y creo que mis compañeras algo habrán sentido también, la más emocionante del camino. ¡Por fin, llegamos a Eunate! Prácticamente no he prestado atención al camino ya que todo el tiempo he ido recordando lo que sentí la primera vez aquí y mis ojos sólo prestaban atención a las iglesias que se divisan en todo el recorrido aún sabiendo que estábamos demasiado lejos como para vislumbrar la ermita que todos esperábamos atisbar a lo lejos.
Una vez avistada la ermita le dije a Francesco que me acompañaba sin parar de hablar, que se adelantara pues prefería llegar sólo al lugar, como la primera vez. El camino sigue en realidad hacia Puente la Reina y un desvío se dirige a Eunate. Más adelante los dos caminos se unen de nuevo. Tomamos el desvío y yo me quedé el último. En este trozo empecé a sentir un cosquilleo que me subía desde los pies. Me preguntaba si sólo yo lo sentía. A mi se me antojaba que este lugar la energía de la madre Tierra se siente potente. Y así llegué al pie de la ermita. Magnífica, misteriosa, atrayente. Mis compañeras siguieron hasta el albergue que se encuentra a escasos metros. Yo busqué el cartel donde en el 2006 se explicaba el ritual que podía realizar el peregrino si así lo estimaba oportuno. No estaba. Lo habían retirado. ¿Por qué? Me pregunté. Daba igual. No hacía falta. Recordaba perfectamente en que consistía. Descalzarse y dar tres vueltas alrededor de una pequeña ermita que tiene forma octogonal, en el sentido de las agujas del reloj. Después entrar y situarse exactamente en el centro de la misma, bajo el punto más alto de su cúpula. Y esperar. Esperar lo que tenga que suceder. Si es que sucede algo. No seguí el ritual al pie de la letra ya que había turistas en el interior y me dio algo de vergüenza. Me senté justo al lado del centro. Y esperé. Esperé con los ojos cerrados en actitud de recogimiento. Me sentía bien pero no era suficiente. Yo quería tener las mismas sensaciones que la otra vez. Una suave y relajante música sonaba a través de un sencillo sistema de megafonía. Oí como entraban mis compañeras. No tardaron mucho en sentir algo pues podía escuchar los sollozos de alguna de ellas. Estaban sentadas algunos asientos detrás de mí. Yo sabía que era Jone la que sollozaba. No se cómo, pero lo sabía. Me puse de pie. Exactamente en el centro de la nave. Las piernas empezaron a temblarme. Los brazos también. Luego todo el cuerpo. Algunas lagrimas corrían por mis mejillas. Me sentía muy emocionado. Agradecí el poder haber hecho el Camino una vez más y el encontrarme allí de nuevo. Los sollozos de Jone eran cada vez más ostensibles. Me giré. La vi. También ella lloraba. Me acerqué y la abracé. Tuve la impresión de que ella lo estaba esperando. Me abrazó. Pude sentir su dolor. El dolor que lleva con ella. Poco ha hablado de ello, pero lo suficiente. Es una persona de gran sensibilidad. También vi a Maite con lágrimas en los ojos, junto a ella. Mariola estaba al otro lado. Sonreía emocionada. Luego explicó que aunque no había sentido ganas de llorar, había intentado meditar y pudo visualizar, como en un sueño, el lugar, lleno de energía, aunque sin el edificio que nos acogía. No recuerdo si Oihane estaba dentro. Salí fuera y poco a poco salieron los demás. Cada uno emocionado a su manera. Nos abrazamos. Incluso Oihane, tan fría que aparenta ser, no pudo evitar soltar algunas lágrimas cuando me abraza. Después nos dirigimos al albergue. Está cerrado. Esperamos al hospitalero. Creo haberlo visto ir hacia la ermita cuando yo salía de ello. No lo conozco pero tengo la impresión que era él. No me produce lo que se dice buenas sensaciones. Pueda que no sea él, me digo. La espera se hace larga. Oihane se ha retirado. Ha buscado una sombra y parece estar meditando sobre los acontecimientos vividos recientemente. Yo hago lo propio. Maite, Mariola y Jone hablan distendídamente al sol. Por fin aparece el hospitalero. Efectivamente era el que yo suponía. Pasa a nuestro lado y parece ignorarnos. Abre el albergue y entra. Nos miramos. ¡Uhm! Decido entrar y preguntar. Pretendemos quedarnos y alojarnos aquí. Así se lo digo cuando lo veo. No pone buena cara cuando me oye. Sus gestos son claramente de desaprobación. No, no es posible quedarse allí, nos dice. Es demasiado temprano. El albergue no se abre hasta las cuatro y estamos a mediodía. No le parece correcto. Le doy más explicaciones. Le digo que dejaremos las mochilas allí e iremos a Puente la Reina a comer para volver después. Nos dice que son ocho kilómetros ida y vuelta y vuelve a negarnos la posibilidad de quedarnos. No insistimos más. Nos hemos quedado patidifusos. Puede que tenga razón en lo que dice, comentamos, pero no en como lo dice. Se ha mostrado muy antipático, seco y frío; nada acogedor. Cogemos nuestras mochilas y marchamos hacia Puente la Reina. Dice Jone que al vernos partir nos ha deseado buen camino. Algo es algo.
Entre pitos y flautas, era la una del mediodía cuando partimos. Hacía mucho calor. Yo me sentía lleno de energía. Había olvidado el dolor de la pierna ya que me había desaparecido. Desde esta mañana he dejado de sentirlo. Hasta llegar a Puente la Reina he hecho buena parte de los cuatro kilómetros ensimismado con mis propias sensaciones y pensamientos. Se me antoja que ahora sé porqué me he sentido tan vacío de fuerzas estos últimos días: para llenarse hay que dejar espacio para que ello acontezca; para llenarse hay que vaciarse.
Eunate, un lugar mágico para mí. Un lugar mágico para muchos otros que han pasado por aquí en peregrinación. Todavía se me pone la carne de gallina al evocarlo, cuando escribo estas letras.
En Puente la Reina, nos alojamos en el albergue de los Padres Reparadores. No está mal, pero hay mucha gente. De hecho, a partir de aquí el Camino ya es otro: el Camino francés, y éste tiene mucha afluencia de peregrinos por lo que un poco más tarde ya no hubiésemos conseguido alojamiento. Hay dos albergues más, uno a la salida del pueblo y otro en los bajos de un hotel que hay a la entrada del pueblo y que es lo primero que ve el peregrino cuando llega a Puente.
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