30/7/06
Hoy, treinta de julio de 2006, escribo el último capítulo de mi diario. Ayer apenas tuve tiempo para hacerlo, ya que al final los acontecimientos se sucedieron muy rápidamente.
Llegamos a mediodía a León. Pasamos de largo el primer albergue, que se encuentra en el extrarradio de la ciudad, para buscar el que nos interesaba, en pleno centro histórico. Se trata de un albergue privado, regentado por las monjas benedictinas del convento de las Carbajalas, como las conoce todo el mundo en la ciudad. El albergue tiene tres estancias: una para las mujeres, otra para los hombres y otra para los matrimonios, que no parejas, claro está. El lugar es amplio aunque las camas están muy juntas unas a otras. Todo está muy limpio. Sin embargo, a las monjas no las hemos visto ya que lo atiende un matrimonio francés. Tras la rutina de cada día, partimos a recorrer el centro histórico y alguna de las calles de tapeo de la ciudad. Tomamos unos vinos, paseamos por el mercadillo sito en la plaza mayor, bella plaza mayor, buscamos un buen restaurante donde comer, comimos tranquilamente Cris, Rodrigo y yo, y, tras ello, nos dispusimos a visitar la catedral. Camino de ella, nos encontramos a Graciela, la argentina, que iba acompañada de una joven mujer, Núria, de Madrid, que había vivido unos cuantos años de su niñez en Puigcerdá, lo cual me hizo entablar rápidamente conversación con ella, además de que aún no siendo guapa tenía cierto atractivo que no sé si era físico o de otro cariz. Después de la visita a la maravillosa catedral de León, en la que hay las vidrieras góticas más bonitas que he visto nunca, recorrimos las calles del centro en amena compañía. Durante todo el tiempo, estuve pensando en mi retirada del camino, en dejarlo, ya que a los problemas con mi hombro tenía que añadir ahora mi ciática, que estaba tomando la voz cantante entre mis dolencias. De camino al albergue, tomé la decisión final y se la comuniqué a mis compañeros, pues tenía que desviarme un poco para ir a la estación y comprar el billete para el día siguiente. Quedamos en vernos a la vuelta, en el albergue.
Cuando llegué a la estación y me informé me dijeron que salía un tren para Barcelona a las nueve y media de la noche y otro poco después de medianoche. Decidí tomar el primero y compré el billete. Cogí un taxi y me fui al albergue. Preparé mi mochila y busqué a mis compañeros. Nos despedimos -con lo que me gustan a mí las despedidas- , llamé otro taxi y partí hacia la estación. En el trayecto sentí una mezcla de sentimientos y emociones contradictorias. Por una parte, mi partida significa el fin de mi sufrimiento -ya llevaba unos cuantos días aguantando- y eso me producía satisfacción. Por otra parte, hacía muchísimos años -desde que hice la mili- que no pasaba tanto tiempo fuera de casa y ya comenzaba a añorarla. Eso, también me producía satisfacción y alegría. Finalmente, sentía una envidia sana hacia mis compañeros de caminatas, porque ellos podrían continuar y, seguramente, acabar su camino, hasta Santiago y Finisterre (que es donde verdaderamente acaba el camino, en el fin del mundo) y yo no podría acabarlo.
Sin embargo, los dos sentimientos primeros, se impusieron enseguida al tercero, aunque me hacía mucha ilusión acabar el camino, también. Acepté la situación siguiendo la máxima que últimamente pretendo aplicarme: “Acepta la realidad. Si no puedes cambiarla, acéptala y no luches contra ella, pues no tiene sentido y únicamente sirve para sufrir”. ¡Me parece una máxima muy sabia!
El viaje en tren, lo pasé durmiendo casi toda la noche en litera, para no perder la costumbre. Llegué a Barcelona a las nueve y media de la mañana y busqué una cafetería en la estación de Sants para desayunar. Enseguida recibí una llamada de mi hija Eva que me esperaba con el coche de su pareja para llevarme a Terrassa, donde me encuentro ahora.
¡Hogar, dulce hogar! Allí me esperaba mi gato, Gurri, que -se me antoja a mi- me recibió con alegría de gato. Sólo las personas que tienen de mascota un gato sabrán entender lo que digo.
Bien... y hemos llegado al final del camino, por ahora, y del diario, por ahora, también.
Ya estoy pensando -y deseando que el tiempo pase rápido- en continuar el camino donde lo he dejado, en León. Y, quien sabe, es posible que haga también el tramo aragonés, del que he oído hablar muy bien.
La nostalgia del camino me acompañará durante muchos días en lo que queda de verano.
Epílogo.
He sentido decir en muchas ocasiones, desde que comencé a interesarme por el Camino, que éste tiene una notable capacidad transformadora en algunas de las personas que lo han hecho. Esta era una de las cosas que más me atraían de él. Si bien es verdad que no la única.
Con la impaciencia que me caracteriza, pienso, a veces, que, si bien la experiencia de hacer el Camino me ha gustado mucho y la considero muy interesante, no he conseguido de él todo lo que mis expectativas me hacían esperar. Aunque casi ni puedo concretar qué es lo que esperaba del Camino; quizá sí unos cambios más... evidentes en mi. Pero, por otra parte, creo que ello es debido a que algunos de esos cambios ya se estaban gestando en mí en los meses previos y, por lo tanto, no podían ser obra del camino. En cualquier caso, podemos comparar el camino a la obra del campesino: primero espera a que sea la época correcta, luego deposita la simiente en la tierra, siembra y, si todo va bien, al cabo de un tiempo, recoge la cosecha. En ese sentido, las semillas ya están sembradas y espero recoger los frutos en los tiempos que vendrán.
De todas maneras, cuando menos, el Camino me habrá servido para confirmar que el sendero que había escogido para transitar en los últimos tiempos, si bien incierto y desconocido para mi, era el correcto.
Terrassa a 30 de julio de 2006
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