Mis gatos: Gurri, que lo fue, y Peluchi, que lo es.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Camino francés: cuadragésima etapa


24/07/07

Estamos en Arzua, a tan solo 40 Km de Compostela. El Camino se va acabando y aún me pregunto qué me llevaré de él en esta ocasión.

Lo único que tengo claro es que este año no ha sido igual que el anterior. Y no hablo ya de la orografía o la climatología del terreno que piso, que ya habrá quedado claro que no tienen nada que ver con el tramo recorrido el pasado verano, sino que hablo del aspecto personal y espiritual que, al final, vienen a ser lo mismo.

Recuerdo un Camino mucho más rico en lo espiritual, el recorrido el 2006. Se trató, sin duda, de un Camino casi diría iniciático en que recordé, a través de la experiencia, la dimensión espiritual del hombre, después de muchos años de materialismo auto impuesto. No reniego, sin embargo, de esa época de mi vida. La acepto, la asumo y la integro en mí. Un año después, las circunstancias de mi vida han cambiado y eso no puede dejar de tener influencia en el Camino presente. Muchas creencias, ideas, sentimientos... se han ido asentando o, simplemente, han sido pasadas por el filtro ineludible del tiempo, juez imperturbable que lo pone todo en su sitio. En lo material, me he tomado el Camino de este año con cierta  tendencia a "estar bien": comer bien y cansarme poco, es decir, menos que el año pasado, aunque esto último no lo he podido conseguir; hacer, en definitiva, lo que en todo momento se me apetecía... Asimismo, este año ha sido una auténtica inmersión en la naturaleza, sobre todo en la exuberante Galicia que hemos cruzado, que ha sacudido mis sentidos con una explosión de estímulos. Así, el oído ha podido disfrutar de los hermosísimos trinos de los pajarillos que alegraban mi caminar; la vista no daba abasto para captar todos los detalles de una, a  menudo, lujuriosa vegetación, con su ilimitada variedad de tonos verdes. Los cerrados y húmedos bosques, los enormes castaños que se recortan contra el cielo grisáceo, las aldeas que se divisan a lo lejos, casi invisibles por la bruma, los innumerables y pequeños ríos y arroyuelos que cruzan el camino o que son cruzados por éste... El olfato, excitado con las hierbas aromáticas que nos acompañan a tocar de mano en todo instante. Los eucaliptos, que dan al aire un aroma de limpio y sano incomparable. Los olores, nada aromáticos, por cierto, cuando cruzamos los pueblitos y aldeas, de las pequeñas granjas familiares que, en muchas ocasiones, no vemos pero olemos. El tacto, estimulado también por la humedad ambiente que todo lo impregna, con un aire a veces bochornoso, otras fresco. El gusto, reconfortado con la diversidad de sabores que vamos extrayendo de los platos típicos de cada lugar y que procuramos ir probando. Esas contundentes empanadas del Bierzo, esas más suaves empanadas de Galicia, esa ternera gallega que hace las delicias de los amantes de la carne -en el sentido del gusto, obviamente- esas patatas gallegas, sabrosísimas ya sea fritas, guisadas o, simplemente, cocidas, acompañando a un pulpo a feira, por ejemplo. Esa sinfonía de verduras bañadas en un rico caldo que se denomina aquí, precisamente, caldo gallego y que no me harto nunca de demandar allá donde lo hay.  En fin, una auténtica fiesta para los sentidos.

Y digo yo: ¿si el cuerpo físico disfruta con estas alegrías, no tendrá, ello, incidencia en el cuerpo espiritual? Yo creo que sí, aunque, como  decía  San Agustín, si me lo preguntan, no lo sé.

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