26/07/07
¡Al fin, Santiago! Hoy es el gran día para todo peregrino. También es la etapa más fea. Me refiero al paisaje. A medida que nos acercábamos esta mañana a la ciudad el paisaje se ha ido haciendo más ingrato. Lo he empezado a notar unos cuantos Km antes de llegar. La carretera nacional, que hay que cruzar de nuevo, con su intenso tráfico. El aeropuerto de Lavacolla, que hay que rodear y que alarga en varios Km la etapa. En fin, no es precisamente un tramo agradable de transitar.
En Lavacolla, último pueblo antes de Santiago, había en la Edad Media el último albergue donde los peregrinos tenían la oportunidad de asearse antes de entrar en Compostela. El mismo nombre, Lavacolla, viene del rio Lavamentula, donde los peregrinos practicaban tal actividad. Aún así, quedaban algo más de 10 Km hasta llegar a la ciudad del apóstol y, en la catedral, el olor a sudorosa humanidad que pudiesen desprender los peregrinos eran disimulado con la entrada en escena del famoso botafumeiro, que oscilaba de un lado a otro del crucero de la catedral compostelana y para cuyo zarandeo se necesitaban varios hombres, llamados tiboleiros.
Sea como fuere, el caso es que un hecho tan falto de poesía, como pueda ser el claxon de un camión hecho sonar por un conductor que saluda así a los peregrinos, causó en mi la primera conmoción emotiva de la jornada y no sería la última. Fue entonces cuando decidí acelerar mi paso y poner tierra de por medio entre mis compañeras y yo. Quería reservarme esos momentos para mi intimidad y quería ocultar mis sentimientos de otros ojos que no fueran los míos. Enseguida las lágrimas, últimamente prestas a la llamada, acudieron a mis ojos. Y así fue durante algunos kilómetros. Una gran emoción sacudía todo mi cuerpo. Emoción, llanto, sentimientos, a veces contradictorios, por experimentar lo que se siente al alcanzar un objetivo que, paradójicamente, me pareció, siempre y a la vez, posible e imposible de lograr.
Llorar, también, por los buenos y por los malos momentos vividos en el Camino durante los dos veranos en que lo he hecho. Llorar, en fin, por el recuerdo y añoranza de mis seres queridos, de mis amigos, de mis compañeros.
Finalmente, me sobrepuse y decidí esperar a mis compañeras. No quería entrar sólo en Santiago. No me parecía correcto -no sé si es ésta la palabra adecuada- adelantarme y llegar solo a la meta. Había algo más que me impulsaba a esperarlas. Entonces no lo sabía. Ahora sí lo sé. Se llama acompañar. Y compartir. Compartir camino, compartir meta. Era importante esperarlas. Nos habíamos acompañado. Habíamos compartido. Durante muchos días. Quería llegar con ellas.
-Pensábamos que te perdíamos definitivamente- me dijo Marta cuando nos reencontramos. ¡No sabían ellas lo que se cocía en mi cocina!
A partir de entonces, debían quedar 6 o 7 Km, no nos volvimos a separar. Ya en el casco histórico de la ciudad perdimos las señales que durante tantos días nos han guiado. Las señales que, como en la vida misma, aparecen cuando más las buscas, cuando más las necesitas; para indicarte que vas bien, que ese es tu camino. Para que las sigas. Estas señales, pensé mientras las buscábamos ávidamente en las paredes de los añejos edificios, merecen un homenaje. Es un gran alivio, cuando se camina solo y temes estar perdido, encontrar las gastadas, de tan miradas, flechas amarillas. Y un homenaje merece, cómo no, el cura de O Cebreiro, Elías Valiña, que en los años 60 decidió iniciar la recuperación del camino francés pintando las famosas flechas amarillas, labor en la cual encontró enseguida la ayuda del navarro Andrés Muñoz. A ellos y a otros que han continuado su incansable promoción del Camino, mi más sentido agradecimiento.
Santiago, Santiago ¿qué tienes Santiago que a tantas gentes atraes? No es fácil, no. No es nada fácil hacer el Camino. De ello doy fe. Hablo de lo que he visto, vivido, sentido y experimentado.
La entrada y recorrido de la plaza del Obradoiro fue otro de esos momentos mágicos que, aparte de sufrimientos varios, he podido sentir, vivir y experimentar en este tránsito. Fue otro momento de emoción incontenible. Punto final a tanto esfuerzo, dolor y sufrimiento para el verdadero peregrino que acarrea con aquello que arrastra por la vida a sus espaldas. Inicio, también, de otro Camino, el de la vida misma. He oído decir a más de uno que el Camino te cambia la vida. Yo no sé el alcance, la profundidad con que a mí me la haya podido cambiar. Eso, creo, se va sabiendo con el tiempo. De lo que estoy seguro es que hay un antes y un después. Cuando menos, el Camino, no es sino el reflejo de un punto de inflexión en mi vida. Pero aquí hay truco. El Camino llega cuando uno está preparado para recorrerlo -y no me refiero únicamente a la preparación física, que también, aunque no es lo más importante- El Camino se hace. Ya lo dijo el poeta. Se hace cada vez que lo recorre un peregrino.
Nuevas emociones vinieron luego, una vez aseado y realizada la obligatoria visita a la catedral, que no así al Santo -había mucha cola, me dije- Ya fuera, y mientras intentaba pasar desapercibido entre la multitud que, sentada en las escalinatas que dan acceso a la puerta románica de la catedral, presenciaba la actuación de los cómicos y artistas que se ganan la vida, en espera de mejores oportunidades, con las donaciones de los turistas; ya fuera, decía, los sentimientos, las emociones, las lágrimas acudieron de nuevo a mí. Yo intentaba disimularlos pero era inútil. Un ser querido me llamó por teléfono y durante varios segundos no pude articular palabra. Sólo sollozos surgían de mi.
Finalmente, dedico mi más sincero agradecimiento a todos los que me habéis apoyado y acompañado, en la distancia o en la cercanía, en este Camino.
A todos, gracias, muchas gracias; ¡sin vosotros no hubiera sido posible!
Cuando menos, a algunos espero tenerles a mi lado en el Camino que ahora comienza.
José Luis Jiménez del Pino, julio de 2007
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