Mis gatos: Gurri, que lo fue, y Peluchi, que lo es.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Camino francés: trigésimo novena etapa


22/07/07

La jornada de hoy ha sido la más tempranera en lo que llevamos de camino. De forma accidental, claro. No es que nos haya dado por madrugar y participar así en la vorágine en que para muchos se ha convertido el camino en estas tierras, no. A las 4 de la madrugada me levanté para ir al lavabo. Procuré no hacer ruido para no despertar a nadie. Aún así, debí hacerlo porque Ana, la  navarra aficionada a la pintura, se despertó y se levantó para ir después de una de las chicas -llama así a quien yo llamo las alcarreñas, pues esa es la tierra que les vio nacer, o sea Marta y Alicia, las otras dos integrantes del grupo- ya que ella pensó que se trataba de una de ellas quien se había levantado y aunque dormía en la litera encima de la mía, me creyó durmiendo. No fue este el caso, como decía, y al bajar de su litera ésta se volcó con ella, yendo a caer contra la pared opuesta, quedando Ana justo en el hueco que quedó entre la litera abatida y la pared.  Yo, que estaba dentro del lavabo, quedé desconcertado por momentos, ya que escuché el estruendo pero no sabía que podía estar pasando. Las chicas encendían la luz mientras yo salía del lavabo y cuando vimos lo ocurrido nos quedamos estupefactos mientras comprobábamos que Ana se encontraba bien -ni un sólo rasguño- y procedíamos a levantar la litera y ayudarla a incorporarse. Tras el enorme susto, Ana empezó a reír viendo la que se había armado en cuestión de segundos. Enseguida la chicas y yo nos relajamos y comenzamos a reír también, fruto de la distensión que la misma Ana provocó con su risa. Volvimos a acostarnos pero nos fue imposible conciliar el sueño. La misma Ana vio enseguida el lada cómico de la situación en que hacía pocos minutos se había encontrado y ya no paramos de hacer comentarios jocosos acerca de la misma, mientras la risa acudía a nosotros como si se tratase de la mejor de las sesiones de risoterapia.

Poco antes de las 7 nos levantamos y nos fuimos a desayunar al bar. Éramos los primeros y la puerta aún estaba cerrada cuando llegamos, aunque Miguel Ángel, el propietario, y padre de Minerva, se disponía a abrirla. Desayunamos y le explicamos lo que, afortunadamente, no fue un desgraciado accidente sino un incidente de lo más cómico. Poco después partíamos hacia Melide, donde nos encontramos descansando hoy.

Es, éste, un pueblo muy animado. La carretera nacional, con un intenso tráfico, lo cruza de punta a cabo. Melide es uno de aquellos pueblos famosos del Camino. Quien más y quien menos ha oído hablar de él. Y es que en Melide, se dice, se hace el mejor "pulpo a feira" de toda Galicia. Me parece una exageración, claro está, ya que el secreto del pulpo es cómo se cuece, para que quede tierno, y en eso no creo que haya muchas diferencias entre unos pueblos y otros. Por lo demás, el plato, en sí mismo, no tiene mayor complicación. Se trata de añadir un chorrito de aceite de oliva y pimentón ligeramente dulce o ligeramente picante. Se puede servir con patatas cocidas o no. A nosotros nos lo han servido si ellas. Los cuatro hemos pedido lo mismo -parece obligatorio aquí- y lo hemos acompañado con una buena ensalada. Para beber hemos pedido un vino de la tierra: un Ribeiro de cosecha propia, nos dicen. En el camino se dice que hay que ir a Melide a comer pulpo y en concreto a casa Ezequiel que es la que tiene la fama del mejor pulpo gallego. Este restaurante se encuentra en la carretera nacional que, a la vez, es el camino en esta localidad, por lo que se pasa por delante de él. Cuál no sería nuestra decepción cuando vimos que los lunes cierran por descanso semanal. Algún peregrino o turista había dejado una nota manuscrita pegada en la puerta del establecimiento donde decían que habían pasado por allí, que sentían mucho no haber podido probar el delicioso plato y que volverían en otra ocasión.

Éste era, en principio, el lugar donde pretendíamos probar el famoso pulpo pero no pudo ser por lo relatado más arriba. Sin embargo, un peregrino  que conocemos desde hace unos días, Ángel Labordeta se llama, nos indicó el otro establecimiento donde comer buen pulpo y, siguiendo su consejo, así lo hicimos.

Este peregrino del que hablo, de conocido apellido, dice ser primo de José Antonio Labordeta, conocido, primero, como cantante, después como protagonista telivisivo de un programa de viajes y, actualmente, como político. Nos cuenta Ángel que ha hecho, con la presente, 7 veces el camino y, como quiera que me atrae su manera de contar, decido acompañarlo un tramo del camino, para lo cual acomodé mi paso al suyo. No lo debí de conseguir porque en dos ocasiones, mientras me contaba anécdotas del camino y de su primo, sobre el cual le pregunté, hizo un paréntesis para indicarme que a él no le gustaba ralentizar el paso de los demás peregrinos. Yo, por mi parte, intenté hacerle ver que para mí era un honor acompañarlo. Sin embargo, no debió entenderlo u oírlo -llevaba sonotone- y, finalmente, al cabo de algo más de un cuarto de hora, se plantó en medio del camino, me extendió la mano, dijo su nombre, me saludó y, sin hacerlo explícito, me hizo saber que hasta allí habíamos llegado y que cada uno debía seguir su propio camino y su ritmo de marcha. Yo capté la indirecta enseguida y me dispuse a acelerar mi paso, poniendo pronto distancia de por medio , no sin antes haberme quedado, por unos instantes, perplejo por la actitud de mi acompañante o, mejor dicho, de mi acompañado. Era la primera vez que alguien rechazaba mi compañía, así lo interpreté yo al principio, pero más tarde quise entender que, sin ser consciente de ello, aceleraba un poco su paso y él no estaba dispuesto o, simplemente, no quería o no podía seguir un ritmo que no era el suyo. A esta hora, al final del día, en que escribo este diario, pienso -sigo dándole vueltas al asunto- que es posible que Ángel no quisiera, simplemente, compañía; cualquier compañía. De hecho, en varias ocasiones así me ha sucedido a mí. No obstante, yo hubiera sido incapaz de hacer lo que hizo esta mañana este peregrino que ha cumplido ya los 78 años. La edad tiene esas cosas, que te permite ser directo cuando es conveniente para uno serlo.

Poco después me lo vuelvo a encontrar en un bar donde paramos a sellar la credencial -en estas etapas cercanas a Santiago es obligatorio sellar dos veces en el día-. Tomo algo caliente pues apetece ya que el día está desapacible, ventoso y fresco y, al final de la etapa, lluvioso. Luego ya no lo vimos más hasta nuestra llegada a Furelos, nuestro final de etapa -y el suyo también como comprobamos más tarde. Al entrar en el pueblo hay un bar donde Ángel se había parado a tomar una cerveza. Allí lo volvimos a ver y nos miramos  para, finalmente, acabar todos con una amplia sonrisa y un gesto en la cara de incredulidad. ¿Cómo era posible? ¿Dónde nos había adelantado? Concluimos que debió de ser cuando paramos a tomar un buen almuerzo, para lo cual nos tomamos siempre un buen rato.

Precisamente, como siempre que la tienen, nos comimos una buena ración de tortilla con algo de pan, regado ello con una buena jarra de cerveza. Yo me había adelantado a buscar un bar -finalmente fue un chiringuito- para tal menester. Mientras mis compañeras visitaban una iglesia donde el párroco explicaba un poco de historia del pueblo y de su iglesia, yo encontré el chiringuito aludido y tras comprobar que tenían la esperada tortilla española, descolgué mi mochila y me senté a esperar a mis compañeras. No tardaron en llegar, pues también a ellas les acuciaba el apetito. Me sonrieron cuando vieron la tortilla y se dispusieron a hacer lo propio. El primer trozo de tortilla que me introduje en la boca  no me supo bien. Aún así, tarde tres o cuatro bocados más en comentárselo a mis compañeras. Ellas también habían detectado algún sabor anormal en aquella tortilla pero cada una se había dado una explicación  diferente y siguieron comiendo sin decir nada más. Sin embargo, yo no me quedé tranquilo y le pregunté al encargado si había hecho él la tortilla. Me respondió que sí, que había hecho las tres tortillas -había dos más, aún intactas- esa misma mañana. Le dije que me sabían de una forma extraña y le pregunté si tenían algún ingrediente a parte de los típicos de una tortilla española. Me dijo que no. Le pregunté por el color -de un amarillo intenso y anaranjado- de la tortilla y arguyó que eso era por los huevos que allí usan, que son de gallinas de corral. No me acabó de convencer la explicación y para mi, a cada nuevo bocado que deglutía, se me hacía mucho más evidente que aquella tortilla no estaba en buenas condiciones para ser ingerida. No obstante, imitando a mis compañeras, acabé por comerme la ración, aunque de mala gana y por pura ansia de comer. El mismo amo del chiringuito se corto un pequeño trozo de tortilla para probarla y comprobar que no estaba mala. Tras hacerlo, nos dijo que no había notado nada especial. Intuí que mentía y no dejé de observarlo por confirmar que se comía todo el trozo que se había servido. No pude comprobarlo, sin embargo. Cogimos nuestras mochilas y partimos hacia Melide, donde nos alojaríamos en el albergue público.

Llegamos a las 11,30 y no abrían hasta la 1. Ya había un buen número de peregrinos esperando en el porche, a cubierto de la lluvia que caía. Quedaba poco espacio para guarecerse y no me apetecía nada esperar la apertura para sentirme cómodo y cambiarme de ropa. Observé un cartel que había en una pared en frente del albergue, al otro lado de la calle. Hacía publicidad de un hostal barato para peregrinos. Enseguida pensé en ir a buscarlo y así se lo hice saber a mis compañeras. No había hecho más de 50 mt de mi recorrido en busca del hostal cuando vi que, allí mismo, había una "pousada" que parecía, por su aspecto, nueva a estrenar. Entré y pregunté por si tenían habitaciones libres y el precio de las mismas. Cuando comprobé que no eran demasiado caras -25 euros- le dije al recepcionista, que también atendía la cafetería que se encontraba en el interior, que iba a buscar mis cosas. Volví al albergue y les comuniqué a mis compañeras lo que para mí era una buena nueva. Ana se decidió también a tomar una habitación, no así Marta y Alicia, quienes optaron por quedarse en el albergue. Una cama confortable, con sus blancas sábanas limpias y una ducha y lavabo impecables nos dieron la bienvenida. Justo premio, me digo, por la dureza de las etapas pasadas.

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